MADRID, 18 (OTR/PRESS)
Una vez más la barbarie, en forma de dictadura militar, ha cercenado un proceso democrático difícil pero esperanzador. Con la coartada de manifestaciones ciudadanas que pedían la intervención militar, el ejército realizó un golpe de estados con las secuelas que tiene todo acto militar contra un poder democráticamente establecido: represión brutal, asesinatos de civiles desarmados y detención de ciudadanos sin garantías de sus derechos. La última noticia ha sido la aparición de civiles armados como fuerzas paramilitares que ejercen la represión con menor control, todavía, que las fuerzas armadas.
El siguiente paso es la de los Hermanos Musulmanes, una organización islamista con largo recorrido en Egipto que había renunciado a todo tipo de acción armada o terrorista para apostar por las vías electorales.
La prensa española e internacional hace equilibrios con el lenguaje para no conceptualizar lo sucedido como «golpe de estado», «dictadura militar» y «represión brutal». Esta posición casa con la pasividad de la Unión Europea y Estados Unidos que no han concertado respuestas a la barbarie desatada en Egipto.
El poder militar es una constante en Egipto desde hace casi sesenta años. Y el paréntesis de la «primavera árabe» ha durado el tiempo justo para que los resultados electorales proclamaran la victoria de una coalición de carácter islamista. Un año después, los militares, con el apoyo de un sector de la población, ha interrumpido el proceso democrático y han desatado la represión contra todo el que se ha manifestado en contra del golpe.
Además de la represión desatada hay daños colaterales para el futuro: lo ocurrido demuestra que la democracia naciente en los países con implantación de población islamista está condicionada a que los resultados no promocionen un gobierno islámico. Y el mensaje es un reclamo para el reclutamiento de yihadistas que se ampararán en que la democracia no tutela los derechos de los ciudadanos salvo que sean occidentalistas y enemigos de un poder islámico.
La importancia estratégica y militar de Egipto ha determinado la connivencia de Estados Unidos y Europa con los gobiernos militares, primando una estabilidad con mano de hierro a la apertura de esté país a la democracia. En cuanto ha existido un resultado electoral adverso a los intereses de las grandes potencias, éstas han mirado para otro lado para no condenar la barbarie desatada en la ingenua esperanza de que la Junta Militar sabría darle un tinte de respeto a los derechos humanos en la persecución de los disidentes, que eran mayoría en el país.
Barack Obama no tiene recursos para un arbitrio internacional. Sus palabras equidistantes revelan el decrecimiento de la influencia norteamericana en la política internacional. Con los frentes abiertos en Irán, Irak, Afganistán y Siria, la perspectiva del golpe militar en Egipto será la de una nueva bandera para el reclutamiento de yihadistas.
El peligro de una nueva guerra civil, tácita o expresa, es una realidad. Y después de los fracasos europeos en las confrontaciones de la antigua Yugoslavia, la incapacidad para una rápida respuesta señala los déficits de la Unión Europea no solo en políticas económicas y de homologación sino también en su línea de acción de Defensa y Exteriores.
Occidente determina que la democracia en los países árabes tiene que estar condicionada a que los resultados sean acordes con sus intereses. La primavera árabe está agonizando en Egipto.