No te va a gustar – 620 kilómetros…¿o 62.000?


MADRID, 10 (OTR/PRESS)

Seiscientos veinte kilómetros es la distancia «oficial» entre Madrid y Barcelona, o viceversa. Cuatrocientos veinte, la distancia entre el extremo norte de Cataluña, Portbou, y el punto más al sur de Tarragona, lindando con Castellón, Alcanar. Cuatrocientas setenta mil personas son precisas, según los cálculos, para hacer una «cadena humana» entre esas dos localidades citadas. Por la misma regla de tres, se necesitarían seiscientas setenta mil para «encadenar manos» entre la capital de Cataluña y la capital de España. Dos cadenas, dos conceptos de la vida, de España, quién sabe si del mundo.

Eso, claro está, si mostrásemos la misma inflexibilidad a uno y otro lado de la raya indivisible que muestran algunos en ese espacio de seiscientos veinte kilómetros que separa lo que alguien quiere que sean dos planetas diferentes. Porque tanto el espacio como el tiempo son relativos, y resulta retrógrado considerarlos como algo absoluto. Fíjese usted que no es la misma la distancia que separa la plaza de Sant Jaume de la Puerta del Sol, y menos aún el tiempo que se tarda en superar esa distancia, si la consideramos desde el AVE o desde el puente aéreo. O en automóvil. O andando, que es como parece que algunos quisieran recorrer el trayecto, para hacerlo más largo e insoportable.

Si le digo a usted la verdad, a mí seiscientos veinte kilómetros me parece muy poco, y, en cambio, los cuatrocientos treinta de Portbou a Alcanar pueden, aferrándonos al peor Einstein, ser mucho: lo que define el camino no es la distancia, sino los accidentes y los alicientes para el caminante. No sé si se encontrará ese total de cuatrocientos setenta mil entusiastas que formen la «cadena por la independencia» que predica la Asamblea Nacional de Catalunya en esta jornada de Diada; estoy seguro de que, entre Cataluña y el resto de España, sí encontraríamos a esos seiscientos setenta mil que uniesen, mano con mano, las Ramblas con, pongamos, la madrileñísima calle de Alcalá. Yo, desde luego, me presto desde ya a ser uno de esos que escenifiquen un acto de unidad con esa Cataluña que ahora, mal gestionada por sus responsables políticos (que no digo yo que el resto de España no lo esté también), disfruta más con lo que separa que con lo que une, más con el disenso que con el acuerdo.

Albergo aún, a pocas horas de que comience el espectáculo de «vivan las caenas», la esperanza de que el diálogo siga siendo posible, de que no se utilice como arma arrojadiza contra cada uno de los figurantes del espectáculo de títeres, y espero que nadie, en estas horas enfurruñadas, se me enfade por decir lo que estoy diciendo: todos somos, supongo, algo títeres en manos de alguien que, negociando sobre nuestras cabezas de monigotes, mueve nuestros hilos, perdón, nuestras cadenas, sin que lo sepamos o sin que seamos demasiado conscientes de ello. Cosa que tal vez merecería una ligera meditación por parte de quienes, desde la masa, creen poder decidir los destinos de sus mundos, unos destinos que ni siquiera son los que ellos se trazaron.

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