La masacre de Washington me ha dejado estupefacto. Cierto que bajando la escalera siempre se le ocurre a uno la frase ingeniosa que debía haber dicho arriba, pero es evidente que los 12 muertos se podían haber evitado.
Por insólito que parezca, sobre todo en el país que dio caza a Bin Laden y persigue a los terroristas de Al Qaeda por yodos los rincones del planeta, se somete a más controles a los turistas que visitan la Estatua de la Libertad o suben al Empire State, que a los miles de empleados que entran cotidianamente en el Cuartel General de la Armada y en instalaciones parecidas.
Los turistas deben atravesar detectores de metales, descalzarse y enseñar hasta el forro de sus mochilas.
Los empleados, tanto si son de plantilla como si trabajan para un contratista, como era el caso de Aaron Alexis, se limitan a exhibir un pase y deslizar el código por encima del escáner.
Y encima resulta que el tipo ‘oía voces’ y en una ocasión se había liado a pegar tiros al techo de su apartamento y en otra purgó dos noches de calabozo por destrozar mobiliario en una discoteca.
Cierto que no iba a la mezquita, lo que hubiera encendido las alarmas.
A este pistolero le había dado por el budismo y la comida tailandesa y eso no es un crimen, pero con la vida y la seguridad de los ciudadanos no se juega.
En Departamento de Defensa de EEUU se lo tienen que hacer mirar, porque en esta ocasión ha habido negligencia. Y gorda.