Carlos Carnicero – El final de la lealtad.


MADRID, 22 (OTR/PRESS)

Observando procesos electorales como el que ayer culminó en Alemania, siento una inmensa nostalgia de lo que podíamos haber sido y nunca seremos. Los electores alemanes no consentirían un comportamiento reciproco como el de los partidos españoles. Quien rompiera las elementales normas de respeto por el adversario sería expulsado de la política alemana como un ruidoso borracho en una reunión de personas civilizadas.

En Europa la política también contiene elementos de dureza en la controversia entre partidos. Pero no encuentro cainismo en las relaciones entre adversarios. El desprecio, el odio, la agresión circulan por la periferia de la política; no solo por un problema de tolerancia y respeto por las ideas ajenas sino también por utilidad electoral. Los ciudadanos quieren entender las diferencias y por lo tanto reclaman que el debate político tenga unas bases sólidas de lealtad. Y el primer principio de la lealtad dialéctica es la disposición a reconocer errores y la rectificación de los mismos. Y, como corolario, reconocer aquellos aciertos del contrario que se está en disposición de compartir.

Observar los debates en Europa es enriquecedor: para empezar, los adversarios se escuchan con atención y respeto; analizan los argumentos contrarios y revisan sus posiciones cuando perciben que contienen errores. La capacidad de rectificación es sumamente enriquecedora y causa placer en el ciudadano: le permite tener confianza en quien es capaz de rectificar. La incondicionalidad se sustituye por una adhesión crítica que facilita la pluralidad y fluidez de las propuestas.

Este entendimiento de la política basada en la lealtad dialéctica se percibe también en los medios de comunicación europeos. En España, los escasos programas de debate político se están convirtiendo en shows; prolongación, con soporte político de los programas de entretenimiento. La perturbación, la bronca, y la tecnología de impedir el debate con descalificaciones e interrupciones, continuas permite asentar una apariencia de debate con sucesión de eslóganes en donde las posiciones de cada interviniente son absolutamente previsibles. Los periodistas que asisten, las más de las veces, están supeditados a una alineación ideológica y política que les impide la mínima flexibilidad. Los argumentos son simétricos de los partidos y se repiten como si formaran parte de un catecismo que no se puede transgredir.

Da la sensación de que en España existe una conjura para imposibilitar la formación de pensamiento inteligente en la conciencia colectiva. Se trata de que la reiteración de argumentos elementales, sin dejar espacio a pensamientos complejos, confirme en las convicciones establecidas a los propios y enmudezca las conclusiones de los ajenos.

La extensión de la desafección política de muchos ciudadanos no preocupa demasiado a quienes controlan los partidos y los medios de comunicación. No importa que los ciudadanos estén lejos de la política porque se es consciente de que las medidas imprescindibles para cambiar ese estado de cosas harían cambiar a los partidos tal y como son, y dificultarían el control sobre las organizaciones de las élites establecidas.

La esperanza que tienen es que el ruido de la campaña electoral y las mentiras establecidas como código de conducta en promesas que no se cumplirán, terminarán acercando a los electores a las urnas con la teoría del mal menor. Pretender que los electores se acercan a las urnas con pinzas para soportar el hedor es una esperanza que tendrá su fin cuando surja un populismo que no oferte disimulos y se muestre con la crudeza propia de los caudillos en épocas de crisis. Los ciudadanos tendrán entrenamiento para apoyar a quienes les prometen lo que es imposible con la firmeza de quien cree que es inevitable.

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