MADRID, 29 (OTR/PRESS)
Este, conste, es un artículo de defensa de los sindicatos. O, más bien, de defensa de la necesidad de que un país cuente con unos sindicatos fuertes, coherentes, austeros, adaptados a los tiempos, previsores del futuro. O sea, todo lo contrario de lo que ahora son. Escándalos mayores han ido aplazando el estallido del «affaire sindical», pero, como está ocurriendo con los partidos políticos, el otro gran pilar de una democracia avanzada, ha llegado la hora de la rendición de cuentas, previa a una regeneración imparable. Lo que hay, simplemente, ya no vale.
Salen a la luz irregularidades económicas del sindicato UGT (por cierto, no solamente en Andalucía) que serían hasta divertidos chascarrillos si no fuesen escandalosos asuntos de corrupción. Fondos que deberían haber sido empleados en formar a ciudadanos para facilitar su acceso al empleo fueron a parar a mariscadas, a francachelas, a regalos innecesarios. Facturas falsificadas, desvío de dinero hacia fines inapropiados, subvenciones que iban a parar a donde jamás debían. Muchos medios de comunicación se han cebado, y bien justamente por cierto, en un «affaire» que parece no tener fin y que sospecho que acabará, irremisiblemente, en los tribunales. Pero esto no es lo peor.
Lo peor es que los despilfarros, la falta de control, la alegría a la hora de manejar dinero que habría de redundar en fines mucho más beneficiosos a la sociedad, evidencian que la marcha sindical carece de horizonte, de convicciones. Y aquí no puede culparse solamente a UGT, porque las culpas están muy repartidas y afectan también al otro gran sindicato «de clase», Comisiones Obreras, a organizaciones sindicales menores, a las ligadas a formaciones nacionalistas. Y, claro, también a una patronal que sobradamente ha mostrado que vuela demasiado cerca del terreno pedregoso y no tener más soluciones para paliar el angustioso problema del desempleo que recomendar bajadas en los salarios y otros ajustes «duros» para los trabajadores.
Pero en el lado sindical, que es de lo que ahora hablamos, no existe la menor concesión a la marcha de los tiempos: a los líderes sindicales les producen náuseas palabras -y conceptos- como «trabajador autónomo» o «emprendedor». Siguen aferrados a tesis de estabilidad laboral ya imposibles de mantener en una realidad que es palpablemente distinta a la que conocíamos hasta hace apenas cinco años. Y, así, los sindicatos -y la patronal, y la generalidad de las instituciones y gobiernos- miran hacia otro lado cuando la fastidiosa realidad llama a la puerta: ¿es mejor un «part job» o un «no job»?
Como padre de desempleadas, constato que mis hijas y su entorno de jóvenes a veces desesperados prefieren un trabajo a tiempo parcial, sin duda insuficientemente pagado, a la nada. Y ese es, por poner apenas un ejemplo, un debate en el que los sindicatos españoles, alegando viejas razones históricas y la indudable injusticia distributiva que padece nuestro país, se niegan a entrar: nada de tomar a Alemania -ocho millones de jóvenes con «trabajos parciales»- como ejemplo, nada de fomentar el régimen de autónomos, cuidado con extender la idea de que hay que alentar el nacimiento de emprendedores…
Hasta muy recientemente, tanto UGT como Comisiones Obreras se han empeñado en reivindicaciones que, como la de las treinta y cinco horas semanales, apenas tenían ya acomodo ni en los usos y costumbres del país ni en las posibilidades reales de la economía. Y eso, claro está, ha vaciado las calles de manifestantes cada 1 de mayo y ha vaciado también a los sindicatos de militantes que no fuesen unos funcionarios tantas veces desacreditados frente a sus propios compañeros de trabajo.
Hay que decirlo, porque así es: los sindicatos no han servido para crear empleo, pero tampoco para que quienes lo tenían lo mantuviesen. Ni han podido, aunque lo hayan pretendido, mejorar unas condiciones laborales que iban, progresivamente, deteriorándose, de la misma manera que la patronal tampoco ha conseguido consolidar unas pequeñas y medianas empresas sólidas, seguras, capaces, por tanto, de generar puestos de trabajo. Cualquier ciego vería que es mucho lo que tiene que cambiar, que se hacen precisos unos pactos de La Moncloa, como aquellos que alentó, en la primera transición, Adolfo Suárez; es demasiado obvio que el inmovilismo actual jamás generará el cambio radical que necesitamos.
Estoy convencido de la buena voluntad de los dos máximos líderes sindicales españoles, Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo. Y, desde luego, jamás he dudado de la honradez de ambos, que deben estar pasando por un muy mal trago en estos momentos, cosa que lamento de veras. Pero quizá se esté imponiendo un relevo en las alturas, no solo porque, gracias a la negligencia «in vigilando», haya habido langostinos, maletines y «bocatas» festivos de más, sino, sobre todo, porque ha de entrar aire nuevo, pero que muy nuevo, en el viejo edificio que se resiste a cualquier remodelación, a aceptar las nuevas ideas, manteniendo un lenguaje que ya la gente ha dejado de entender. Yo, desde luego, ya no lo entiendo en absoluto.