Andrés Aberasturi – No es fácil entender el mundo


MADRID, 6 (OTR/PRESS)

La muerte de Mandela, además de los cantos de sobra merecidos a su persona, nos debería hacer recordar no sólo el pasado vergonzoso del aperheid, que está ahí, a la vuelta de la esquina, sino también el racismo que sigue imperando en un mundo cada vez más global y que resulta evidente en países tan democráticos como los Estados Unidos.

Porque la ignominia del aperheid sudafricano -sobre el que la civilizada Gran Bretaña y los propios EEUU no tuvieron nada que decir hasta que la situación se hizo insoportable- no es cosa de un pasado remoto y no empezó a cambiar hasta el final del siglo XX, hace apenas 20 años.

No hay más que leer lo que estos días se está publicando sobre cómo funcionaba aquel régimen del apartheid para sentir una profunda humillación, una vergüenza generalizada tan sólo por el hecho de haber compartido tiempo con semejante infamia.

Pero de lo que no estoy muy seguro es de si podemos hablar de victoria ni en Sudáfrica, ni en Estados Unidos ni, cada vez más, en buena parte de Europa.

Es cierto que las leyes en los países occidentales dicen lo que dice, pero uno se pregunta para qué sirven las leyes cuando la realidad es otra. Y la realidad económica, social, cotidiana nada tiene que ver con una legislación entre ideal e idealista.

No hay más que echar un vistazo a las estadísticas de la población reclusa negra en los EEUU para darse cuenta de algo falla.

No hay más que adentrarse por ciertos barrios de ciudades europeas para entender que una cosa son la leyes y otra la vida.

No hay más que cruzar los dedos para que, muerto Mandela, el gran nudo que ataba una convivencia hasta cierto punto ficticia, en Sudáfrica no se despierta la fiera de una violencia antigua que sólo la personalidad del líder fue capaz sostener sin que explotara.

Somos raros los hombres. Levantamos muros, vallas, ponemos alambradas en un intento inútil de protegernos del otro, de salvaguardar lo que consideramos que es nuestro y sólo nuestro mientras negociamos intercambios comerciales y llamamos hermanos a los que ostentan y ejercen el despotismo legal y hasta religioso sobre los pobres que asaltan las vallas, intentan cruzar los muros, atravesar la alambradas.

Hacemos guetos y con escándalos tolerables, decretamos expulsiones generalizadas -Francia-.

No es fácil entender el mundo, pero no sólo el nuestro; no tengo ninguna vocación de culpable único. Tampoco entiendo la «guerra santa», la imposición de la «sharía» como fuente del Derecho -ahora Libia- ni las «fatwas» que no son sino caza del hombre.

No entiendo que tantos países y tantos recursos no se dediquen a todo lo contrario que no es la bobada aquella de la «alianza de la civilizaciones» porque las civilizaciones solo podrán aliarse cuando nadie pase hambre, cuando no se consientan los abusos contra los niños y las mujeres, cuando en lugar de cuchillas se cuelguen sobre los muros y al alcance de todos libros para aprender a leer y cuadernos para aprender a escribir.

Ya lo sé. Debe ser el espíritu bueno de Mandela el que escribe hoy por mí. El hizo lo que pudo pero no pudo hacer más. Llevó la justicia a las leyes pero la justicia no llegó a la calle.

De eso tendrían que encargarse los más jóvenes y lo que temo es que no creo que estemos caminando hacia delante. Ojalá me equivoque.

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