Siete días trepidantes – Mucha «mandelamanía», pero poco imitar a «Madiba».


MADRID, 7 (OTR/PRESS)

Se les/nos llena la boca elogiando las virtudes políticas y humanas de Nelson Mandela. Pero de llevar a la práctica, aquí y ahora, el ejemplo de su tolerancia, de su afán conciliador, nada. O poco, porque reconozco que una de las escasas noticias alentadoras que he recibido en las últimas semanas, o meses, ha sido constatar que Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba se hablan mucho -bueno, eso ya se sabía, pero parece que ahora va en serio- y que ambos se han fijado la meta de llegar a un pronto consenso para proponer una reforma de la Constitución. A ver si es verdad. Porque todos, todos, los personajes políticos con los que hablé en la fiesta del 35 aniversario de la carta magna piensan que debe ser reformada, aunque unos pongan el listón más arriba y otros, más abajo. Un avance, en todo caso, respecto del año pasado, cuando todo lo que pudimos escuchar de labios de Rajoy o del presidente del Congreso, Jesús Posada, fue un rotundo «no» a cualquier cambio, por evidente que ya entonces fuese que nuestra ley fundamental necesita retoques y actualizaciones varias.
Claro que los escasísimos «brotes verdes» que a veces nos esperanzan en política -son aún menos que los económicos, que ya es decir_se secan de inmediato: por ejemplo, cuando constatamos que, para Izquierda Unida, que es una fuerza emergente, la Constitución no representa más que a la Monarquía, al bipartidismo y a la clase dominante y, por ello, declinan asistir a cualquier conmemoración, a eso que Cayo Lara llama «teatrillo». Mal asunto. Como es mal asunto, claro está, el portazo que cada año dan a la recepción los diputados nacionalistas catalanes y vascos, que lo que quieren es, por supuesto, cargarse la Constitución, no reformarla.
Pero tengo para mí que un acuerdo de buena voluntad entre PP y PSOE para, echándole valor al asunto, introducir cambios que pudiesen ser favorablemente acogidos en Cataluña y en el País Vasco -no por Artur Mas, ni por Esquerra, ni por la gente que pudiera alinearse con el «pensamiento Ibarretxe», si es que así puede llamarse a lo que alentaba el ex lehendakari, pero sí por la mayoría de catalanes y vascos–, sería un enorme paso adelante. Felipe González, un realista en la distancia, lo ha dicho claro, molestando a algunos: la autonomía de Castilla-La Mancha no es la misma que la de Cataluña. Difícil encaje de bolillos. Pero más difícil lo tuvo, al fin y al cabo, Adolfo Suárez en la primera transición, y ya ven todo lo que dio de sí un lustro de gobierno de un hombre valiente, imaginativo, patriota e indiferente a si repetía o no en la poltrona.
Pero, claro, el tema de la reforma de la Constitución puede abordarse desde dos puntos de vista: el conservador-timorato, y entonces todo está bien. O el regeneracionista, y entonces hay que reformar no menos de una treintena de artículos. Sospecho que, abrumado por problemas cotidianos como el lío en la Agencia Tributaria, las concertinas en la frontera con Marruecos o el batacazo periódico en las encuestas, al Gobierno le queda poco tiempo para ensayar el ahora imprescindible vuelo de altura. De la misma manera que sospecho que, abrumada por los líos internos, por las primarias -ahora se habla de «promover» al presidente asturiano, Javier Fernández–, por la quiebra en los liderazgos, la oposición socialista no puede hacer mucho más que lanzar al aire su propuesta de reforma constitucional, sin concretar esos treinta artículos que, a mi juicio, y al de muchos que son más especialistas que yo, necesitan una manita de pintura. O varias capas.
Me pregunto si «Madiba» hubiese llegado a ser un mito si hubiese basado su actividad política en, perdón por la aparente contradicción, la inactividad, en dejar que los problemas se pudriesen, en la zancadilla, en el alfilerazo al de enfrente y el premio subterráneo al propio. Y entonces, conociendo la respuesta, constato que por aquí algunos no han entendido, no están entendiendo, nada del mensaje que nos legan.

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