Rafael Torres – El colapso institucional


MADRID, 24 (OTR/PRESS)

Las instituciones españolas parecen haber entrado, por efecto de la carcoma de la corrupción, en esa fase que los americanos llaman «colapso», y que nosotros, para quienes un colapso era un grave y súbito alifafe que le podía dar a uno, no tenemos más remedio que llamar también así. Sobre la mayoría de las instituciones, y no digamos de las políticas y de las más sujetas al control gubernamental, recaen algo más que sospechas relativas a toda clase de mangoneos, chanchullos e indignidades, y tanto es así que prácticamente cada cosa hay que llevarla a los tribunales, que hacen lo que pueden, con pocos recursos y lentitud exasperante, pese a la escasa colaboración de la Fiscalía, otra institución que se las trae.
Esa brutal judicialización de la política y de la vida española desvela, de entrada, lo mucho que se delinque en los aledaños de la política y del Estado, pero también que no han existido ni existen los mecanismos de control «civiles», democráticos, que actúen de manera preventiva contra los delitos de gentes y de lesa patria, que no de otra clase de delito es, en el fondo, la corrupción. El ciudadano, empobrecido por la extensión y la envergadura de ese delito, que se dio y se sigue dando en casi todos los ámbitos por acción u omisión, no tiene otro sitio donde acudir en busca de socorro y amparo que al juzgado, y esa sola circunstancia, agravada por el hecho de que la Justicia ni está al alcance de todos ni es igual para todos, marca la extrema gravedad de ese «colapso», del daño acaso irreversible que está produciendo a la nación.
Con un Gobierno dedicado a crear y a agravar problemas y no a solucionarlos, fuente él mismo de la situación de atropello y de inseguridad jurídica que sufren los ciudadanos, diríase que el único reducto reconocible de civilidad y autoridad moral es el de los jueces, a su vez desamparados en un sistema incapaz de regirse desde los principios del bien común y la sensatez. Todo, desde un conflicto vecinal hasta las estafas bancarias, acaba en los jueces. ¿Para qué, entonces, el resto del caro aparato institucional?

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