Todo ha sido fulminante. Exactamente 22 días desde que un video de seguridad captó la borrosa imagen de Yanukovich huyendo de Kiev hasta que las cámaras de televisión enfocaron a Vladimir Putin en la Sala de San Jorge del Kremlin afirmando que Crimea es “tierra santa rusa”.
Y por el medio, un vertiginoso despliegue de soldados en uniformes anónimos y un apabullante referendum en el que, tras la preceptiva limpieza de activistas proucranios, la mayoría de la población crimea votó en masa a favor de convertir la la estratégica península del mar Negro en una nueva provincia de Rusia.
Como estaba previsto, la Unión Europea y Estados Unidos no reconocen el resultado, alzan la voz y anuncian sanciones, pero todo lo que han podido hacer hasta ahora es prohibir viajes y congelar bienes a una veintena de políticos y empresarios, alguno de los cuales ha comentado que se siente halagado de recibir por fin cierto ‘reconocimiento internacional’.
No creo que las represalias por la ‘blitzkrieg’ rusa, vayan más allá de vetar a esos magnates paneslavos hacer compras en los londinenses almacenes Harrods y de impedirles aprovecharse de las rebajas navideñas en el neoyorquino Bloomingdales.
Petenecemos a ese 5% de la Humanidad que vive en la opulencia, vota con regularidad en elecciones democráticas, tiene medios de comunicación libres, se preocupa del menesteroso, goza de vacaciones pagadas y cuenta con un sistema judicial que suele impedir el abuso y la tropelía.
No es que nos hayamos ablandado, pero hemos perdido las ganas de bronca y el deseo de asumir sacrificios. Una cosa es hacer declaraciones y otra plantarle cara a los pendencieros rusos y asumir las consecuencias.
La UE importa el 85% del petróleo y el 67% del gas natural que consume. Y de este último, el 30% procede de Rusia. Como para meterse en jaleos.
