Fernando Jáuregui – Algunas incógnitas sobre Adolfo Suárez.


MADRID, 23 (OTR/PRESS)

Como tantas personalidades irrepetibles, la vida de Adolfo Suárez está jalonada de algunas incógnitas importantes, no del todo explicadas aún. Para mí, que seguí una parte de su trayectoria, a veces milimétricamente, continúa sin estar explicado del todo el por qué de su dimisión inesperada poco antes de que, el 23 de febrero de 1981, un grupo de guardias civiles, al mando del entonces teniente coronel Antonio Tejero, irrumpiese en el Congreso de los Diputados, secuestrando al poder ejecutivo y legislativo. Una intentona de opereta en la que Suárez supo poner, como todo el mundo conoce, un punto de dignidad y valentía frente a las metralletas y pistolas golpistas.
Pero ¿por qué dimitió Suárez? Se han escrito incluso libros pretendiendo explicar la razón. O las razones. Jamás se ha ofrecido la causa definitiva, si es que hubo solo una. Entre ellas, sin duda la indisciplina creciente en el seno de la Unión de Centro Democrático, el partido que creó Suárez para ganar las elecciones constituyentes de 1977 y siguientes. Otra, la desconfianza del Rey, que jamás ha detallado, lógicamente, su versión sobre aquellos días azarosos, de serio desasosiego económico y de alarmante actividad terrorista de ETA. Una tercera, el malestar en las salas de bandera militares, que llevó a aquella locura del 23-f. Hay quien también apunta, entre el cúmulo de razones para una dimisión, el enorme acoso de la prensa, mayoritariamente hostil a un presidente que se refugiaba cada día más en La Moncloa, como acorralado.
UNA DIMISION CORRECTA

Porque lo cierto es que, a comienzos de 1981, Suárez sentía -y algo de eso me sugirió en alguna conversación posterior, de esas que se atesoran- que su ciclo en ese momento se había agotado. Aquejado de un malestar bucal, sin el respaldo de la mayoría de su partido, Suárez comprendió que, tras la aprobación de la Constitución, en diciembre de 1978, ya poco le quedaba por hacer al frente de un Gobierno que era como el ejército de Pancho Villa. Y puede que esta fuese la última gota que colmó el vaso de su decisión.
Si así fue, Suárez hizo, pese a cuanto luego ocurrió, lo correcto. La UCD había servido para sacar a España, con una sabia mezcla de hombres del Régimen y de los procedentes de la oposición moderada al franquismo, de una situación de dictadura. Pero, en 1981, el partido estaba ya agotado, se cuarteaba entre socialdemócratas, liberales, democristianos, entre quienes miraban hacia el PSOE, como Fernández Ordóñez, y quienes lo hacían hacia la Alianza Popular de Fraga. En el centro del llamado centro, Suárez estaba solo con un puñado de fieles que luego lo acompañarían a la larga travesía del desierto que fue el Centro Democrático y Social (CDS), creado a toda prisa para competir en las elecciones de 1982. Una campaña electoral en la que tuve la fortuna de seguirle como informador, en la que tantas veces le escuché aquello de «aplaudidme menos y votadme más», en la que pude escuchar, como digo, algunas confidencias de labios del que había sido el presidente que sacó a España del totalitarismo e hizo la transición a la democracia.
Pero esa transición la hizo, en el fondo, en apenas once meses. Desde que fue designado por el Rey en julio de 1976 hasta las elecciones constituyentes de junio de 1977. No faltó quien opinase, quizá con razón, que hacer la Constitución ya no era tarea de Suárez -estaba diseñada con la anterior reforma política–, quien ni siquiera debería haberse presentado a esas elecciones de 1977. Pero lo hizo, incluso formando a toda prisa esa UCD con la que ganó en las urnas, contando con su enorme carisma*y también con la televisión, cuyo funcionamiento él conocía perfectamente; no en vano había comenzado su imparable ascenso político siendo director general de Radiotelevisión Española en una época en la que no había canales privados.
UN HOMBRE CORRIENTE QUE LLEGA A LA CUSPIDE

Y ahí, precisamente, está la segunda gran incógnita en la vida de Suárez. ¿Cómo se explicaba que un hombre de Cebreros, un hombre corriente que ni hablaba idiomas, ni había escrito grandes tratados teóricos, ni pertenecía a los cuerpos de elite del Estado, que había vestido hasta meses antes la camisa azul falangista como ministro secretario del Movimiento, llegase de golpe nada menos que a la presidencia del Gobierno, sustituyendo al inoperante Carlos Arias? ¿De dónde partía aquel empeño del Rey para que el relativamente oscuro Suárez, de quien el periodista comunista Gregorio Morán escribiría una corrosiva biografía, ascendiese al máximo poder ejecutivo en la España que quería salir de los esquemas dictatoriales? Ni Fraga, ni Areilza, ni López Bravo, ni Federico Silva, que eran algunas de las «lumbreras» que aspiraban a la sucesión de Arias, consiguieron nunca explicarse cómo fue posible que el astuto Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes, lograse introducir en la terna de presidenciables a Suárez. Tal y como -el propio Fernández Miranda lo sugería: «estoy en condiciones de dar al Rey lo que me ha pedido»- se lo había encargado el Monarca.
Todo indica que el Príncipe Juan Carlos de Borbón, que a finales de los sesenta sobrenadaba las conspiraciones en su contra de algunos próceres del franquismo, que hubiesen preferido otra solución monárquica más «dura» tras Franco -la de Alfonso de Borbón Dampierre, casado con la nieta mayor del dictador-, inició una alianza de hierro con Suárez cuando este le defendió en la etapa en la que dirigió RTVE (1969-73). Una alianza que venía del conocimiento de ambos siendo Suárez gobernador civil de Segovia. Fue una simpatía mutua que acaso se mantuvo incólume hasta esos comienzos de 1981, cuando la vida de Suárez dio un vuelco y el hasta aquellos momentos presidente comenzó su zigzagueante caminar por la Historia. Pero, como antes apuntaba, deberá ser Juan Carlos de Borbón, con casi cuarenta años de historia en el trono a sus espaldas, y con muchos más desde que, en 1969, fuese entronizado como heredero de Franco cuando «se cumpliesen las previsiones sucesorias», quien explique algunos extremos que aún quedan difusos en la Historia del último medio siglo. Pero considero muy difícil, si no imposible, que el Rey desvele tales extremos. Los monarcas no escriben libros de memorias, me parece.
Adolfo Suárez fue un hombre cordial, transparente, un político providencial, capaz de poner el Estado patas arriba en once meses. Pero marcado, ya digo, por algunas preguntas que no tienen una fácil respuesta unívoca. Porque una figura tan rica en matices, que tanto hizo por su patria, sin duda no puede explicarse así, sin más, ni siquiera a través de los setenta y ocho libros -hasta donde yo he podido contar- que se han escrito sobre él. Hasta el momento.

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