MADRID, 23 (OTR/PRESS)
En una tarde de finales de junio de 1977, capitaneados por el profesor Lasuén, acudimos al Palacio de La Moncloa los cinco diputados de la Federación de Partidos Socialdemócratas que habíamos obtenido acta dentro de las listas de UCD. En aquéllos años se decía con ironía que un partido político cabía en un taxi, y no era ninguna hipérbole.
Adolfo Suárez nos recibió enseguida, y lo que creímos que iba a ser un breve encuentro, que no se prolongaría más de quince o veinte minutos, duró casi tres horas.
Nos contó la necesidad de dejar atrás los tratados preferenciales con el Mercado Común Europeo e integrarnos en él por bien de nuestra economía y, también, como efecto disuasorio hacia unas fuerzas armadas que nunca descartaron la posibilidad de un golpe de Estado. Inquiría nuestra opinión, escuchaba con atención, y uno llegaba a pensar que de nuestra postura dependía el futuro de aquél hombre.
Pero su afectuosa amabilidad no era la del vendedor que se convence a sí mismo de las cualidades del producto que vende, sino el entusiasmo del creyente. En aquél brillo de los ojos, en aquélla mirada que parecía intuir un futuro mucho mejor había mucho más, como si estuviera convencido de que nos encontrábamos en un momento crucial de la historia de España, y puede que fuera cierto. Es más, sin melancolías de ninguna especie, más de cuarenta años después de haber abandonado cualquier actividad política, creo que fueron meses muy trascendentes.
Nunca, a los largo de mi vida, me ha dado nadie tantas explicaciones detalladas, ni me ha explicado sus propósitos políticos. Nunca. Y mientras se apagaba un ducados y, tras una breve pausa, el presidente del Gobierno encendía otro, no sonaba ningún teléfono, ni nadie se acercó a recordar deberes ineludibles.
Fue un encuentro que recuerdo con detalle. Sin ninguna nostalgia y con mucho cariño. Porque me habían dicho que no tenía ninguna ideología, y tenía algo más: era un soñador que se ayudaba del pragmatismo para no dejar de soñar.
