Siete días trepidantes – Rajoy y la «tentación Suárez 1979».


MADRID, 29 (OTR/PRESS)

Sospecho que no ha sido esta una buena semana para Mariano Rajoy, a quien los miles de ciudadanos que desfilaron ordenadamente ante el féretro de Adolfo Suárez comparaban con el ex presidente, con clara desventaja para el actual inquilino de La Moncloa. Añádale usted las consecuencias de los violentos disturbios protagonizados por unos energúmenos tras la «marcha de la dignidad», y completará usted el cuadro del posible estado anímico del hombre -entristecido además por circunstancias familiares– que mayor poder tiene en España, aunque a veces se le vea impotente frente a los desplantes increíbles de Artur Mas o frente a algunas «ocurrencias» de sus propios ministros, entre los que empieza a anidar la sombra del cisma.
Hemos vivido una semana de catarsis, absortos en aquellos tiempos de la transición, pero sospecho que muy pendientes del inmediato futuro; de ahí las comparaciones, siempre odiosas, entre el duque de Suárez y el hombre que ahora ocupa su despacho en el palacete de falsos mármoles situado en la carretera de La Coruña. Yo diría que Rajoy, por quien confieso mi respeto y a quien reconozco momentos de inteligente gobernación, corre el peligro, salvadas sean todas las distancias y circunstancias, de imitar a Suárez… pero en la peor época del ex presidente. Para mí, está claro que Suárez, el admirable reformista, el regeneracionista, debería haber abandonado la presidencia del Gobierno ya en las elecciones de 1977 o, como mucho, tras la aprobación de la Constitución. No lo hizo y, a partir de esta aprobación, el jefe del Gobierno de España se convirtió en un prisionero de sí mismo en La Moncloa, con un partido, la UCD, cada vez más dividido, con un distanciamiento creciente de su «número dos», Fernando Abril, y, lo que es más importante, con un país socialmente descontento.
Aún tiene oportunidad Rajoy, el hombre de los grandes silencios y de la imprevisible administración de los tiempos, de evitar esta maldición del «fantasma de La Moncloa». Pero tiene que reconocer, en primer lugar, que su Gobierno no funciona: aquella tan traída y llevada reunión privada en La Rioja de cinco ministros, de los cinco ministros a los que él más quiere y que más le quieren, García Margallo, Ana Pastor, Arias Cañete, José Manuel Soria y Jorge Fernández, no fue un encuentro conspiratorio, claro, pero consta que los cinco, especialmente alguno de ellos, critican en privado la escasa coordinación en el Ejecutivo en general y la labor de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría en particular. El tema es recurrente -algunos confidenciales lo sacan a pasear intermitentemente–, como lo es la mala sintonía entre la vicepresidenta y la secretaria general del Partido Popular, que también presume de cercanía a Rajoy, fuente de todo poder. Pero lo cierto es que tampoco en el «cuartel general» del PP, en la calle Génova, reina precisamente la armonía: pregúntele usted, si se deja, al vicesecretario general Javier Arenas.
Consta que entre los ministros, en los que se aprecia distinto grado de desgaste -enorme el que afecta estos días al titular de Interior–, el desconcierto es grande ante el hermetismo de Mariano Rajoy acerca del nombre del «cabeza de candidatura» del PP para las elecciones europeas. Ya queda menos, se consuelan, pensando que los primeros nueve días de abril constituyen el tope para poder hacer el anuncio. Para alguno de estos ministros, Rajoy trata, con su pertinaz silencio, de hacer una demostración de poder unipersonal, lo contrario de lo que está ocurriendo en el PSOE que empieza a resquebrajarse con las elecciones primarias, pero que son elecciones internas al fin y al cabo. Y algún personaje en el Gobierno con el que he tenido oportunidad de hablar estos días acepta «in extremis» la comparación con el Suárez de 1979 hasta su dimisión en 1981, pero advirtiendo de que «Rajoy tiene el timón en la gestión económica, en la que acierta pese al evidente malestar de mucha gente empobrecida, tiene el timón en política exterior y sigue controlando, básicamente, aunque sea con fracturas, el partido y el Gobierno. Y de tentaciones de dimisión, nada».
Hay además, estiman quienes conocen de cerca aquel pasado -y, durante el velatorio en el Congreso tuve oportunidad de hablar con muchos de quienes compartieron aquellos días con Suárez–, una gran diferencia entre estos tiempos y aquellos: Suárez no pensaba estar viviendo en el mejor de los mundos, ni se atrevía, en sus cada vez más escasas comparecencias públicas, a decir que todo iba bien. Eran, ya digo, otros tiempos, claro…

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