MADRID, 18 (OTR/PRESS)
Se acabó. Juan Carlos I sancionó su propia abdicación y cierra un reinado que se ha prolongado durante casi cuatro décadas. En España sabemos enterrar muy bien, pero las despedidas de los vivos son otra cosa, sólo cabe recordar cómo salieron de La Moncloa Suárez, González, Aznar y Zapatero. Calvo Sotelo se libró por su corto mandato. Esa incapacidad de ser justos en las despedidas se corresponde con la propia incapacidad de los protagonistas para abandonar a tiempo, sin dejar que el tiempo acabe enmoheciendo la biografía.
Cuarenta años dan para mucho, sólo cabe revisar cada una de nuestras propias historias. Y los reyes, por muy reyes que sean, no escapan a la evidencia. Cuanto más largo es el camino más se incrementa la probabilidad del tropiezo y si estos se acumulan al final del trayecto, la imagen magullada es la primera que se ve cuando uno alcanza la meta.
Pensaba hoy qué hubiera sido si el rey Borbón hubiese sido el presidente Borbón de la III República, una vez muerto el dictador. Si su presidencia hubiese durado un par de mandatos para retirarse después. Aquellos años en los que se logró convertir la dictadura en una democracia, en los que se hizo una Constitución que ha ido cogiendo polvo pero que permitió construir un estado moderno y homologado con nuestros vecinos europeos, una ley en la que cupo desde un estado casi federal hasta el matrimonio homosexual, sólo por poner un par de ejemplos.
El rey que se va no supo irse a tiempo. Todavía hace unos meses decía que no pensaba abdicar y no ha explicado las razones que le han llevado a hacerlo. La historia hará de su reinado el juicio correspondiente, con sus luces y sus sombras, algunas de ellas derivadas de actuaciones torcidas del rey y otras del propio carácter de una institución que, analizada con frialdad, tuvo su explicación en el pasado y cada vez es menos explicable para muchos ciudadanos en el presente. Al menos, una democracia madura, tendría que tener la posibilidad de debatirlo abiertamente.
