Fernando Jáuregui – El arte de dimitir


MADRID, 26 (OTR/PRESS)

Entiendo que un político, un alto cargo institucional o empresarial debe cuestionarse su permanencia en el puesto no cuando se demuestra su culpabilidad, sino en el momento en el que resulta evidente que esta permanencia en el cargo resulta un escándalo para la sociedad. Desde ese punto de vista, aplaudo la decisión del eurodiputado Willy Meyer, a quien nadie podría, sino su propia conciencia -y sin duda sus diferencias dentro de Izquierda Unida–, haber exigido la dimisión presentada. Como aplaudo el paso, muy tardío, dado por Magdalena Alvarez al renunciar a la vicepresidencia del Banco Europeo de Inversiones, por mucho que este «salto adelante» tiene muchos matices, claros y oscuros, más allá de que sea yo incapaz de dilucidar si la exministra es inocente o culpable de los cargos que se le imputan, tal está siendo la confusión que se deriva de la instrucción de la juez Alaya.
Por eso mismo, no puedo sino exigir que la aún infanta Cristina renuncie públicamente a sus derechos dinásticos, como pido que el Rey les prive, a ella y, claro, a su marido, de los títulos honoríficos concedidos por la Corona; tanto da que la Audiencia Provincial, tras el, a mi juicio, pésimo auto del juez Castro, levante la imputación de la hermana del monarca, porque ya digo que la ciudadana Cristina de Borbón ha mantenido una conducta cuando menos polémica y, en verdad, escandalosa. Quizá no merezca la cárcel; yo no deseo verla en prisión. Pero, desde luego, no merece ser representante de la aristocracia (gobierno de los mejores) española.
Y, por ello mismo, me duele que mi muy respetado Cándido Méndez, que lleva veinte años como secretario general de UGT, prefiera culpar a la Guardia Civil, que actuó en los casos de presunto desvío del dinero que la UGT andaluza recibía para formación, que realizar una investigación a fondo sobre qué es lo que está pasando en el histórico sindicato, que debería ser un ejemplo y que me temo que, por diversos motivos, acumula desprestigio y desinterés entre los ciudadanos. Culpar de los escándalos que se producen en casa a la Guardia Civil, o al juez de turno, o a la Unidad de Delitos Fiscales de la Policía, o al largo brazo del Gobierno, o a la conspiración universal, puede, en algunos casos, tener una parte de razón. Pero nunca toda la razón.
Y en España faltan, desde luego, la seguridad jurídica que da el saber que la justicia es igual para todos y que todos los órganos y personas citados se comportan de manera razonablemente correcta, sin dejarse influenciar ni por las presiones ambientales ni por las pasiones propias; pero también falta un mínimo sentido de la autocrítica en el cuerpo social de este país nuestro y muy especialmente en eso que últimamente ha dado en llamarse, con razón o sin ella, la «casta dirigente». ¿Cómo no van a sentirse «casta» cuando en España existen diez mil aforados -y conste que pienso que el rey que abdicó debe, necesariamente, ser uno de ellos-, que reciben un trato claramente desigual por parte de la Justicia del que podríamos tener usted o yo?

Que un juez te impute puede, o no, ser causa de la dimisión de un político, de un banquero, de la hija y hermana de un rey; supongo que depende qué estemos, en cada caso, entendiendo por esa figura tan fluida que es la imputación. Se han cometido demasiadas injusticias al apartar de la vida pública a personas imputadas que luego resultaron del todo inocentes. Se han cometido demasiados errores y dislates judiciales -que esa es otra que tenemos que hacernos mirar-.
Pero hay que mirarse al espejo: la española no es una sociedad del todo libre de culpa y es más dada a ejercer la crítica con sus representantes que consigo misma. Quizá todo se deba, en buena parte, a lo que digo: lo verdaderamente escandaloso es lo poco dados a dimitir, a abandonar la poltrona, que son algunos.

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