Siete días trepidantes – Lo que quise, y no pude, preguntarle a Mariano Rajoy.


MADRID, 2 (OTR/PRESS)

Hay quien resume las dos ruedas de prensa simultáneas del viernes, una de Rajoy en La Moncloa, otra de Pedro Sánchez, a kilómetro y medio, en Ferraz, con el clásico «uno ve la botella medio llena, el otro medio vacía». La verdad es que el presidente del Gobierno no la ve medio llena, sino casi rebosante. Y entiendo que el líder de la oposición, un Sánchez que va aprendiendo a marchas forzadas su papel y que ha decidido erigirse en el campeón de las clases medias, tenga que defenderse, y hasta defendernos, de los excesos de euforia de Don Mariano; a quien hay que conceder, empero, que razones no le faltan para estar satisfecho en lo económico. Pero no tanto, no tanto, dicen las redes sociales, los otros partidos, el hombre de la calle que se ha visto empobrecido en un cuarenta por ciento, y no digamos ya los parados que siguen siéndolo sin muchas esperanzas en dejar de serlo.
Pero, en fin, era el cierre lógico del curso político. Rajoy ya nos ha dicho que ni disolución anticipada de las Cortes, ni cambio de ministros, ni, si usted lo mira bien, reforma constitucional alguna, ni tercera vía en Cataluña, porque nadie le ha explicado qué reforma constitucional se quiere -o sea, que él no va a proponer ninguna- ni de qué tercera vía se trata en Cataluña, porque nadie le ha contado de qué va eso. Así que quietos y a esperar acontecimientos que no se producen. Y a hablar poco de la corrupción rampante que ha dado con los huesos de Jaume Matas en prisión, menos de planes concretos en lo que toca a la política y mucho, mucho, de economía, que también es necesario.
Me quedé con ganas de insistirle a Rajoy sobre esa reforma constitucional que muchos entienden imprescindible no solo para tapar vías de agua en Cataluña, sino para modernizar el país y adecuar la ley a la realidad. También me hubiese gustado preguntarle si volverá a ver a Artur Mas antes de esa Diada, 11 de septiembre, que el president de la Generalitat promete que va a ser «espectacular». Y me hubiese gustado preguntarle, en esta última rueda de prensa del curso, otras muchas cosas que me parece que quedaron poco explicadas, inconclusas o, simplemente, olvidadas. Porque despachó lo sucedido en la semana a toda prisa y con muy poca noticia: su encuentro con Pedro Sánchez, con los agentes sociales, con Mas… Pero el presidente no me concedió la posibilidad de preguntar, y fui uno de los dos o tres periodistas que se quedaron sin hacerlo; ya me había ocurrido en la rueda de prensa de estas características anterior, el 28 de diciembre: Rajoy te mira, mira tu mano levantada… y da la palabra a otro/a. Así es el juego, supongo. Si Rajoy tiene un déficit, ese es el de la comunicación.
El curso político, de excepcional intensidad, se cierra tras unos meses en los que en España han cambiado el jefe del Estado y el líder de la oposición, el máximo representante del poder judicial y los directores de los periódicos más importantes. Eso, por poner apenas unos ejemplos. En Convergencia Democrática de Catalunya, y en su coligada Unió Democrática, el terremoto era ya perceptible incluso antes de que Jordi Pujol lanzase al mundo su confesión de que es un corrupto, y no de los de la última hornada, precisamente. Y la izquierda entera se agita con la irrupción de los votos de «Podemos». Lo único que ha permanecido inalterable ha sido el talante imperturbable del presidente del Gobierno y, claro, su equipo. De no haber sido por las elecciones europeas, incluso el titular de Agricultura, Miguel Arias Cañete, seguiría sentándose en su lugar predeterminado en el Consejo de Ministros.
Que a Rajoy no le gustan los cambios, ni las sorpresas, lo dice él mismo. Dentro de cinco meses se habrán cumplido los tres años de su estancia en La Moncloa, y nadie podría decirle que no ha hecho nada, porque sí ha hecho cosas, desde una reforma educativa hasta una frustrada reforma judicial (bueno, casi todo lo que ha emprendido Ruiz Gallardón, comenzando por la reforma de la ley del aborto, se ha ido frustrando). Pasando, claro, por una reforma laboral y una batería de medidas económicas que no han dado mal resultado, pero que, en todo caso, no han tenido unos efectos tan buenos como el no moverse a la hora de atender, por ejemplo, las exigencias de que España pidiese el rescate económico a Europa. Comparar hoy la prima de riesgo con la de hace dos años resulta, sin duda, espectacular, y tiene razón el presidente para sacar pecho. Y para entregarnos, como nos entregó, un largo dossier con el «balance de reformas en dos años y medio de Gobierno».
Lo que ocurre es que Rajoy todo lo fía a esas sin duda mejores cifras económicas y a la mayoría absoluta que logró el 20 de noviembre de 2011. Hace, pues, al ritmo que van las cosas -excepto, ya digo, las de Rajoy-, una eternidad. Y ocurre que, en política, los ritmos son diferentes al mero, seco, manejo de las cifras de la economía. Hay malestar en las autonomías, hay irritación con ciertos ministerios, hay ansia de conversación, de acercamientos, de pactos. Claro que nadie esperaba que Rajoy y Artur Mas apareciesen juntos a la salida de su encuentro en La Moncloa; pero el presidente perdió, pienso, una oportunidad dejando todo el protagonismo al presidente de la Generalitat en su tumultuosa comparecencia ante los medios en Blanquerna. Como creo que perdió otra oportunidad renunciando a dar personalmente su versión del encuentro con Pedro Sánchez, dos días antes. Y es que si hay algo que horrorice más a Rajoy que los cambios y las sorpresas, eso es una rueda de prensa; no es que se sienta demasiado importante como para comparecer cada dos por tres ante los periodistas; es que los periodistas le provocan, le provocamos, erisipela. Y eso, es de temer, no va a cambiar.
Confieso que -bromas aparte, y aunque no me conceda la palabra en «sus» ruedas de prensa- respeto a Rajoy, aunque no pueda, por el momento, admirarle. Le veo como el capitán del barco que, con el chubasquero puesto, permanece en el timón en medio de la tormenta. No hará una maniobra arriesgada y espera a que escampe. O a que el mar se seque, de puro aburrimiento. Lo que ocurre es que, a veces, no escampa a tiempo. Y, cuando usted y quien suscribe volvamos de vacaciones, nos encontraremos como el protagonista del meteórico cuento de Monterroso: el dinosaurio va a seguir ahí, entre otras cosas porque nadie se lo ha llevado a otra parte, ni lo ha cazado, ni lo ha hecho desaparecer como por arte de magia. Y el dinosaurio son los preparativos de una Diada que Artur Mas prevé «espectacular», según nos dijo a quienes le escuchábamos el miércoles en Blanquerna. Y luego está el hito del 9 de noviembre; se ignora qué tiene previsto el timonel para que una parte de la tripulación no deserte, violando, eso sí, la legalidad. Pero el barco no avanza solamente invocando una legalidad que otros, y no los nacionalistas catalanes precisamente, quisieran reformar.
Ni avanza a meros golpes de suerte,. Y convengamos que «lo» de Jordi Pujol, que los gobiernos centrales de España conocían perfectamente, y callaron completamente, desde los tiempos de Felipe González, fue un golpe de suerte para Rajoy en la víspera de su «cumbre» con un Mas tan desorientado por el «affaire» que no se le ocurrió cosa mejor, para tratar de minimizar las andanzas del ex president, que comparar su caso con Gürtel, con Bárcenas, con los ERE y hasta con Urdangarin.
Fue el mismísimo Rajoy quien habló de «regeneración», que es palabra que acabará poniéndose de moda, aunque no se le escuchase en la rueda de prensa (también sobre eso me hubiera gustado preguntarle). Hasta ahora, solo ha hablado de la elección del alcalde más votado, que es algo que le conviene y que no tiene por qué significar una regeneración de la vida política. Pero ahí queda, aparcado para septiembre, o para juliembre, tanto el desarrollo de ese tímido afán regeneracionista como otras reformas, la de las administraciones públicas sin ir más lejos.

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