Hay políticos con ‘olfato’. Son esos que viven siempre alerta y antes de tomar una decisión, levantan el dedo para saber hacia donde sopla el viento de la opinión pública.
Existen también los que no se mueven obsesionados con las encuestas. Son esos, realmente raros, que tienen principios claros y una idea meridiana de lo que hay que hacer para arreglar las cosas.
Son tan pocos, tan inusuales en el panorama, que ni se cómo nos referimos a ellos. En cualquier caso, tengo la impresión de que Manuel Valls es uno de esos escasos especímenes.
El primer ministro francés, quien como titular de Interior, era uno de los ministros más apreciados del anterior Ejecutivo, ha perdido 20 puntos en el índice de popularidad en los escasos 150 días que lleva en el cargo.
Ni siquiera ha pestañeado. El tipo, que a pesar del aspecto juvenil tiene ya 52 años y se ha baqueteado, escalón a escalón, en la gestión municipal y las feroces batallas internas del Partido Socialista francés, no parece dispuesto a bajar el pistón.
Todo lo contrario. Llegó para hacer reformas y las hará o saldrá del cargo ‘con los pies por delante’.
Valls fue nombrado primer ministro el pasado 1 de abril, tras la debacle socialista en las elecciones municipales, y montó a su alrededor un Gobierno de compromiso, en el que figuraron rostros conocidas como el de Ségolène Royal y buena parte de los ministros que ya estaban en el gabinete.
Tras anunciar que Francia no puede vivir más tiempo encima de sus posibilidades, Valls presentó los mayores recortes del gasto público de la moderna historia del país. Lo hizo a contrapelo, con la oposición encabritada y el PS fracturado.
Visto como pintan las cosas en la calle, la presión de los sindicatos y el tono de los sondeos, podía habérsela envainado un poco y asumir la tesis de los ministros ‘izquierdistas’.
En lugar de eso se los ha cargado y sigue adelante. Sin sacar el dedo.