MADRID, 7 (OTR/PRESS)
Se ha ido casi por lo bajini, como no queriendo demostrar lo que para un animal político como él -que lo ha sido todo en la cosa pública- debe suponer decir adiós a toda una vida. Alfonso Guerra, 74 años el diputado más veterano se va porque «lleva 50 años cotizados a la Seguridad Social» y, casi todos ellos, dedicados a la causa del puño y la rosa.
Recuerdo muy bien la otra vez que se marchó. Me había tocado cubrir la clausura del quinto Congreso del PSOE de Extremadura, y le vimos subir al escenario algo tenso: «He presentado la dimisión al presidente y ha sido aceptada», dijo sin más, ante un auditorio que tras el estupor inicial gritaba y gritaba «No te vayas», «No te vayas». Tragó saliva, dejando claro que estaba pasando un mal trago, bebió un sorbo de agua y se dejó querer convirtiendo el acto en una homenaje hacia sí mismo. En esos momentos el hombre fuerte, el gran conspirador, el cocinero de las más difíciles recetas y contradicciones del socialismo gobernante cortó su condón umbilical con el «compañero Felipe» que entonces ya casi ni era su amigo y a partir de ahí nada fue lo mismo.
Todos los periodistas de mi generación conocimos al personaje y también a la persona. El personaje en su época de mayor esplendor inspiraba temor y le gustaba. Le gustaba mandar y que se notase y por eso le cuadraba al milímetro la frase que él siempre dice que jamás dijo de «que quien se movía no salía en la foto». Le gustaba crear filias y fobias y manejaba el aparato del partido a su antojo para que todos supieran a qué atenerse. Decían que era un fuera de serie de la estrategia y no lo desmentía, como tampoco lo hacía cuando le otorgaban el título del «gran maestre» de las encuestas o el de maquiavélico organizador de Congresos. Guerra y el guerrismo, siendo además el todopoderoso vicepresidente del gobierno lo eran todo y el único capaz de hacerle un ruidito era Felipe, él mismo que le negó primero y le abandonó después. En cuanto a la persona era otra cosa: se presentaba como un romántico en los conceptos amorosos, se derretía hablando de sus hijos y se mostraba como un buen padre tierno y cariñoso muy preocupado por la educación de sus vástagos e interesado por las pequeñas cosas cotidianas. Para algunos todo aquello era pura teatralidad de Doctor Jekyll y Mr Hyde, pero aunque lo hubiera sido, presentaba a un personaje poliédrico, polémico, provocador, inquietante, culto e inteligente, muy atractivo políticamente y una de las figuras fundamentales de nuestra consolidación democrática.
Alfonso Guerra se va y con él toda una época y una forma de ser y estar en política. Querido y admirado por unos, odiado y vilipendiado por otros, no ha sido alguien que pase indiferente por la vida pública de nuestro país y esto no es menor en los tiempos plomizos que corren. Aunque en su página más negra se escriban los famosos cafelitos de su hermano -tal vez ese fue el preámbulo, el primer síntoma del gran estado de corrupción que nos asola- su nombre quedará en la historia reciente de nuestro país, con luces y sombras pero quedará.
Desde luego, si yo tuviera que elegir me quedo con el Alfonso Guerra de los últimos años, el que te recomienda el último libro que tiene entre manos, ironiza sobre la levedad del ser o te envía un pequeñísimo facsímil en Navidad, que yo he ido coleccionando a lo largo de los años. Me quedo con el de la Navidad del 2002, un fragmento de «la felicidad desesperadamente» de André Comte-Sponville que dice así: «No se trata de vivir en el instante, se trata de vivir en el presente, no hay elección pero en un presente que dura, que incluye una relación presente con el pasado (la memoria, la fidelidad, la gratitud) y una relación presente con el futuro (el proyecto, el programa, la previsión, la confianza, el fantasma, la imaginación, la utopía si ustedes quieren a condición de que no tomemos nuestros sueños por realidades). La sabiduría no es ni amnesia mi abulia. Dejar de esperar o esperar menos no significa dejar de acordarse de mí renunciar a imaginar o a querer». Que así sea y ¡Vaya por usted señor diputado! y por tantos agridulces momentos.