MADRID, 14 (OTR/PRESS)
Explica el profesor de Ciencia Política, Josep M. Vallés, que cuando es verosímil la máxima aspiración del nacionalismo, que es el casamiento de la Nación con un Estado propio en el marco de una Nación felizmente casada con un Estado libremente constituido, se produce «un conflicto irresoluble que no tiene otra salida que la coacción más o menos violenta de un grupo sobre otro». Es decir, el grupo sociopolítico que defiende el Estado preexistente frente al grupo sociopolítico que defiende la aspiración de constituir un Estado distinto.
El grupo insumiso, el nacionalismo catalán en este caso, juega con blancas. El pequeño en efectivos lleva la iniciativa, forzando al adversario grande (el «enemigo», el Estado, según Artur Mas) a mover sus piezas en función de los movimientos agresivos de quien ha iniciado la partida. Así el nacionalismo español, a pesar de ser mucho más mayor (la proporción viene a ser de 4 a 100), sale a la defensiva. Como saben los jugadores de ajedrez, es el que juega con negras.
Este es el peculiar tablero del llamado conflicto catalán en el que, como en el chiste, cuatro personas le dan una paliza a cien porque estas se han dejado rodear en plena calle. Entonces el capitán de los primeros, que es Artur Mas, chulea al capitán de los segundos, que es Mariano Rajoy, y trata de conminarle a que le ayude a conseguir unos objetivos que de todos modos, con su ayuda o sin su ayuda, está resuelto a lograr por vía de insumisión.
Para colmo, al presidente del Gobierno de la única Nación constituida en Estado internacionalmente reconocido, le caen los siete males por no acertar en la resolución del conflicto. De nada le sirve en estas circunstancias haberse ganado en las urnas el derecho a aplicar programas políticos propios y a rechazar los ajenos. Contra toda lógica, se acaba proyectando la carga de la prueba sobre quien tiene el deber de liderar la legítima defensa del Estado y no sobre quien aspira a dinamitarlo. La desproporción es escandalosa a la hora de otorgar el beneficio de la duda. Hay una masiva confabulación del coro españolista pidiendo a Rajoy que ceda algo, que se mueva, que busque salidas políticas, que se apee de la permanente apelación al cumplimiento de la ley. Todos contra el acosado y casi nadie le pide al acosador que se comporte.
Con vuelo de cuchillos dentro de su propia familia política, el derrumbamiento del PP en los sondeos electorales y la irrupción de Podemos en la lucha por el poder, el problema catalán acabó de motivar en el presidente su comparecencia del miércoles. Con mensajes firmes para el presidente de la Generalitat y sus costaleros separatistas Se encierran en uno: el Gobierno de la Nación no echará una mano al nacionalismo en la fractura del Estado. Nadie puede pedirle disculpas por decir eso. Es lo que le toca frente a un desafío elaborado al margen de las reglas del juego. ¿Vías políticas? Naturalmente. Las ofrece una Constitución abierta a su propia reforma. Cualquier otra cosa sería un atajo. Y los atajos en este país no han traen más que desgracias.