MADRID, 16 (OTR/PRESS)
España no ha sido capaz de digerir su historia. Nos imponemos un empequeñecimiento de nuestros aciertos y agigantamos nuestros desastres con vocación masoquista. Es una patología que se alivia momentáneamente cuando Nadal gana en Roland Garros o la selección evita el ridículo y alcanza la gloria. Es un episodio permanente de penalización de nuestra autoestima. Nos gusta zaherirnos y somos incapaces de afirmar un patriotismo razonable y constitucional.
Durante mucho tiempo, exhibir la bandera española en cualquier forma, era una conducta sospechosa porque se confabuló la derecha -para succionar los símbolos de la patria- con una izquierda que no terminó de digerir la aceptación de la monarquía y careció de la habilidad para lavar los símbolos que habían sido del franquismo y adecuarlos a la nueva situación. Pero tampoco inventaron y asentaron otros nuevos. Actitudes de progreso inconsecuentes que se manifestaban emocionalmente republicanos pero jamás hicieron un gesto para acercar esa posibilidad. Estaban confortables con la monarquía hasta que apareció en escena Urdangarín y el Rey se fue a matar elefantes.
Los jóvenes que empiezan a coquetear con la cuarenta pasaron su primera juventud soñando con un cupe 16 válvulas. Lo compraban a plazos y a muchos se los pagaba su padre. Juguetes electrónicos, despolitización de las universidades y abandono de la utopía. La política ya la habían hecho sus padres para lidiar con el entuerto de transformar una dictadura en democracia. Ahora piensan que la Transición fue un juego carente de mérito e inteligencia.
No les interesaba apenas la política y la transición, en el mejor de los casos, era un compendio de las batallas de papá y mama. Como la economía iba bien, había empleo y funcionaba la tarjeta de El Corte Inglés, la conciencia política se acomodaba en una generación que casi siempre vivió bien y que estaba convencida de que el crecimiento era eternamente sostenible.
Y de repente llegó la crisis y evidenció una sociedad sin proyectos; Nuestros pies eran de barro. Entonces fue mucho más fácil demonizar los partidos y las instituciones y cargar contra la Transición como una época perversa que germinó todos nuestros males actuales.
Debiéramos desterrar la brocha gorda y pintar la realidad con suaves y finos pinceles, aunque cueste un poco más de esfuerzo y no encontremos respuestas categóricas a lo que nos sucede. Quienes hablan pretendiendo que no tienen dudas carecerán de la humildad para rectificar y siempre le echarán la culpa a otro.
La transición fue el milagro de lo posible basado en un pacto tácito de renunciar a la revancha con la condición de que desapareciera el franquismo. Fue un prodigio de ingeniería política que pasó a estudiarse en las universidades de todo el mundo. En medio de una situación atornillada por la amenaza militar y la locura del terrorismo, se cometió solo un error sustancial. El régimen especial de Euskadi y Navarra y la falta de reconocimiento de Euskadi, Cataluña y Galicia como una realidad diferente de la del resto de España. Habían tenido una historia con perfiles culturales propios y quizás debieron tener un blindaje institucional propio.
El Reino Unido de la Gran Bretaña siempre supo que existía Gales, Escocia, Irlanda del Norte e Inglaterra. Eran las cuatro piezas del puzzle para organizar un estado nación moderno y blindado por una monarquía parlamentaria. Los que no eran ni escoceses, ni galeses ni irlandeses, eran sencillamente británicos sin necesidad de impostar una identidad semejante a la de los reinos unidos en la Gran Bretaña.
La exaltación y generalización de la autonomía fue un proceso fortalecido, en parte, para controlar los deseos subyacentes en Cataluña y Euskadi, que obligo a rebuscar en los pequeños baúles de las historias locales para encontrar promotores de esas nacionalidades impostadas. No fue fácil buscar héroes premonitorios de una identidad nacional en La Rioja o Cantabria, por solo poner dos ejemplos, del mapa autonómico español. En eso, la Transición nos dejó una bomba de relojería en Cataluña y Euskadi que está próxima a la ignición.
Uno de los efectos colaterales del «café para todos» fue la eclosión de una nueva casta feudal en la que los padres de cada patria chica se blindaron con sus consejos de ministros, sus cajas de ahorros y sus taifas electorales, en la que ser más que el vecino era un requisito que no dependía de la cartera. Había plata y se gastaba con alegría.
En lo demás, la Transición creó un proyecto que permitía el dinamismo de su propia transformación, una vez que los militares aprendieron inglés y hacían maniobras con la OTAN y se comprobó que por mucho que matase ETA no podría derrocar el estado democrático.
Pero los críticos de la transición no asaltaron democráticamente los partidos, no concurrieron a las transformaciones precisas. Y no lo hicieron, sobre todo, porque nadie estaba dispuesto a estropear la fiesta de la economía por muchos pies de barro que aparecían en cuanto se escarbaba un palmo. Y los cambios hubieran requerido ponerse ante el espejo convexo de un crecimiento artificial.
Denigrar de la Transición, achacarle nuestras culpas es, sobre todo, un inmenso acto de cobardía para aliviar las propias responsabilidades y escabullirse de la autocrítica que debiera hacer, por capas sucesivas, el conjunto de la sociedad española.
No hace falta cancelar ningún régimen porque hay que acomodar el que se tiene. Sus pilares, las libertades constitucionales, el derecho de sufragio, la representación de la soberanía en Las Cortes Generales, no están caducados. Sencillamente no se aplican estos principios.
Los ciudadanos tienen que tener el coraje de ejercer su responsabilidad, constituyendo nuevas organizaciones o asaltando las existentes. Imprimiendo dinámicas de control y participación. La democracia es el mejor y único sistema posible. No hay que realizar experimentos salvo con gaseosa; el reto es mucho más sencillo. Aceptar la responsabilidad y los compromisos que llevan implícitos la condición de ciudadano.