MADRID, 30 (OTR/PRESS)
Nada tengo en contra del derecho de manifestación. Pero no suelo ir a casi ninguna. Bueno, estuve en la unitaria tras la intentona golpista del 23 de febrero de 1981. En la de repulsa por la muerte de Miguel Angel Blanco a manos de ETA, y, antes, en la de ira por el asesinato de los abogados de Atocha. Puede que también en alguna de rechazo a la participación de la guerra en Irak. Me espantó el planteamiento de la que Aznar organizó tras el atentado del 11 de marzo de 2004, así que no fui por allí ni siquiera como testigo-periodista. Y no voy a ir a la convocada este sábado por Podemos en Madrid, ni siquiera como curioso, no vaya a ser que me incluyan en ese conteo que luego tanto difiere entre los organizadores y la delegación de Gobierno o la policía municipal de turno.
Como una ausencia es también una toma de postura política, o incluso partidaria, quiero, ya que se me brinda esta oportunidad, explicar mis razones. No es que tenga nada en contra de Podemos, al margen de que no quisiera verlos gobernando, al menos todavía, en mi país. Mi indignación ante un cierto estado de cosas, me ocurrió aquel 15-M, fue más individual que colectiva: no creí en la eficacia de aquellas movilizaciones masivas, aunque cierto es que dieron lugar a un movimiento, como el de Podemos, que sirve para canalizar el descontento de tanta gente ante una forma de gobernar a los ciudadanos tan poco transparente, tan escasamente participativa, a veces tan injusta, ocasionalmente -no siempre- tan corrompida. Y tan poco simpática para con los mortales que andan por la calle, pagan sus impuestos y, de cuando en cuando, tragan sapos como catedrales.
Pero hasta ahí mi identificación con el floreciente -al menos en las encuestas- Podemos. Sí, uniría mi grito a los otros de miles que rechazan un «statu quo» que parece inalterable y no lo es. Pero no quisiera que ese grito se interpretase como un «sí» a una opción de poder que confieso que aún me atemoriza, porque me parece que no se encuentra todavía preparada para gobernar, ni desde la izquierda radical, ni desde la templada ni desde esa teórica desideologización que proponen ahora: «no somos de izquierdas ni de derechas, que eso es de trileros», Iglesias el Joven «dixit».
No, no ha logrado convencerme el verbo flamígero, desinhibido y altovoltaico de ese Pablo Iglesias que tanta razón tiene en tantas cosas y tan poca en tantas otras, a mi modesto entender. De algunos de sus colaboradores aún aguardo explicaciones definitivas sobre ciertos asuntillos, quizá no de tanta monta como los de otros en otras formaciones, pero, al fin y al cabo, significativos de una forma poco estética –¿y poco ética?- de proceder. Ya sé que mi sola opinión aislada de nada vale, pero yo soy quien administro mis presencias o ausencias, incluso quien decide si contarlo o no a través de las redes sociales. O en este comentario, para lo que valga una toma de posición más. Porque, sabe usted, tampoco quiero que mi silencio, englobado en el de eso que ha dado en llamarse la mayoría silenciosa, sea aprovechado por unos u otros para agregarme a sus filas. Así que no voy, pero, desde mi casa, compartiré algunos gritos, ciertas pancartas. Solo eso, nada menos que eso.