Fernando Jáuregui – ¡Que vienen los rojos!


MADRID, 27 (OTR/PRESS)

Detecto miedo. Demasiado miedo, pienso. El pacto entre el PSOE y Podemos -no hecho, pero «in fieri»–, los movimientos en Izquierda Unida para buscar lo que algunos llaman un «frente popular» con la formación de Pablo iglesias, la probabilidad de que Ada Colau sea alcaldesa en Barcelona, Manuela Carmena en Madrid, alguien de Podemos en Cádiz, alguien de las «mareas» en La Coruña y Santiago… Son todos terremotos que sacuden las conciencias de quienes pensábamos que venía un cambio, sí, pero que todo quedaría en el abandono de la primera fila política de algunos derrotados que llevaban años, varios de ellos muchos años, en el machito: Rudi, Bauzá, Herrera, León de la Riva, acaso hasta la pugnaz Esperanza Aguirre. Y poco más: un poco de «movida» en los predios de Mariano Rajoy pero, al fondo, el regreso de la calma relajante de las rías gallegas.
Ahora, en cambio, al grito de «¡que vienen los rojos!» no faltan ya quienes ven volver las quemas de conventos, las milicias populares, el fin de la propiedad privada, el cierre de las calles al tráfico privado, la okupación oficial de las viviendas no habitadas, el impago de la deuda… créame, no exagero demasiado con esta enumeración: tertulias, columnas y charlas de café, hilos de conversaciones en las redes privadas, abundan en estas horas en ese temor al porvenir, a que lo que llaman «la extrema izquierda», o «los comunistas», se hagan con los sillones municipales y quién sabe si hasta con alguno autonómico para desde allí destruir los cimientos de la democracia occidental (palabra: algo de esto nos ha dejado dicho Esperanza Aguirre).
Sé que voy contra una cierta corriente asustadiza, que me ha llevado a recientes confrontaciones, eso sí siempre amables, en tertulias y foros diversos. Pero debo diferir incluso en la semántica: hablar ahora de «frentes populares», de regreso del comunismo, casi de los soviets, y de predominio de una izquierda extremista -a la candidata Carmena incluso le colgaron el monigote de «filoetarra»; a ella, que fue, y me consta, amenazada por ETA–, me parece una franca exageración, casi un perjudicial dislate. Entran en posiciones de gobierno, sí, gentes ajenas a la política tradicional, con planteamientos progresistas fuera de lo hasta ahora establecido, unos planteamientos que son, a veces, quizá utópicos: la realidad acabará, claro, imponiéndose, como se impuso a aquellos estudiantes de La Sorbona que, en los sesenta, lanzaron el imaginativo grito «seamos realistas, pidamos lo imposible». Ahora toca, laus Deo, poner unos gramos de utopía en el secarral de la política española. Mañana, la dura realidad atenuará muchos entusiasmos, como atenuó el lenguaje de desplantes, despropósitos y desprecios a la «casta» con el que las gentes de Pablo Iglesias llegaron haces unos meses a las proximidades del poder; una evolución de la que, personalmente, me alegro, porque sé, y sé que ellos saben, que no puede ser una moderación solamente cosmética, un disfraz: esos vientos de sosiego han llegado para forzosamente quedarse.
Y es posible que, de paso, con la revolución que han propiciado los votos en este loco 24 de mayo, muden algunas costumbres y usos suntuarios cuya pervivencia carece de sentido. Y también es posible que quienes ahora ostentan, muy legítimamente por cierto, el poder, empiecen a pensar en que hay que cambiar fórmulas de comportamiento, olvidar esquemas alejados de la ciudadanía, si quieren mantenerse en el machito.
A Mariano Rajoy, dicho sea para que nadie me acuse de no señalar, le piden hasta los suyos que se mire al espejo y reflexione sobre si su mensaje de que «todo va bien, así que para qué cambiar» es el correcto. Este miércoles, le ví detenerse -rara avis- durante nada menos que ¡dos minutos! con los informadores que le acosaban en los pasillos del Congreso de los Diputados, donde se sometió a una anodina sesión de control parlamentario al Gobierno: allí, contra lo que había mantenido férreamente hasta entonces, admitió la hipótesis de que finalmente introduzca, a saber cuándo y cuántos, cambios en el Ejecutivo y en el partido. Incluso los de su entorno lo consideran necesario. Yo solamente puedo decir que en manos de Rajoy, que, pese a la debacle sigue siendo un respetado político y el que cuenta con mayor poder de España, está lograr que el huracán de mudanzas que viene se temple, se encauce por los senderos del bien público y se equilibre. Taponar el cambio que viene al grito despavorido de «que vienen los rojos» sería ahora el mayor error que un gobernante podría cometer.

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