Fernando Jáuregui – El «afecto Kichi» y otras fascinaciones


MADRID, 10 (OTR/PRESS)

Le confieso a usted que, hasta hace un par de semanas, jamás en mi vida había oído hablar del ciudadano «Kichi», o José Maria González Santos, en la vida civil. Claro que tampoco había oído nada sobre un señor llamado Francisco Guarido, o sobre otro de nombre Xulio Ferreiro. Y resulta que los tres pueden ser los atípicos -en cuanto que poco esperados- alcaldes de ciudades tan tradicionales como Cádiz, Zamora o La Coruña. Si el frenesí de los pactos y componendas de última hora no les trastoca los planes, claro. Que ese, el frenesí de los toma y daca pensando en la constitución de los ayuntamientos el sábado y cambiando poltronas municipales por autonómicas, es otro tema sobre el que deberíamos, acaso, meditar.
Mi eterna fascinación por Cádiz, esa ciudad llena de historia cantada por Carlos Cano y magníficamente novelada, entre otros, por Arturo Pérez Reverte, me llevó a interesarme de inmediato por la figura de ese profesor de Historia y cantante de comparsas, compañero sentimental de la líder andaluza de Podemos, Teresa Rodríguez. Resulta que el ciudadano «Kichi» era quien más posibilidades tenía, desde su plataforma afín al partido de su novia, de sustituir en el Ayuntamiento gaditano nada menos que a Teófila Martínez, que lleva en el cargo desde junio de 1995. Hay renovaciones que, cuando se ha prolongado demasiado un «statu quo», pueden ser quizá demasiado bruscas. Y no es que yo pueda calificarme como un asustadizo que, al grito de «que vienen los rojos», corra a esconderme en mi casa; al contrario, creo en la necesidad del cambio, de que caras nuevas irrumpan en el secarral político que han sido tantos ayuntamientos, tantas autonomías, tantísimas diputaciones provinciales de este país nuestro. Pero una cosa es una cosa y otra, otra. Y a mí me parece que «Kichi» es una figura demasiado atípica, excesivamente inexperta, como para ejercer el poder de regidor de la que con algo de cursilería, creo, ha dado en llamarse la tacita de plata.
Y no menos atípico resulta que un militante de Izquierda Unida, el muy respetable Francisco Guarido, conserje de Instituto con tres carreras, que durante tres años lleva buzoneando a sus conciudadanos un periódico criticando a la alcaldesa del PP y cantando las propuestas de IU, vaya a convertirse en alcalde la muy noble y

–hasta ahora– muy conservadora ciudad de Zamora. He escogido este segundo ejemplo porque también siento una fascinación de años por la severa Semana Santa zamorana y por sus fiestas, de las que un año tuve el honor de ser pregonero. Solo quien se haya asomado a las esencias de Zamora podrá comprender la significación del salto que supone que el señor Guarido, que me aseguran que puede ser un muy buen alcalde, haya llegado al principal sillón consistorial.
El tercer ejemplo, porque es otra ciudad que siempre me ha fascinado y a la que siempre he creído sujeta a los poderes bipartidistas, es La Coruña. La capital que eternizó al socialista

–muy moderado en su socialismo, por cierto- Paco Vázquez, quien lavó algunos perfiles de su bella, trágica, tristeza. Ahora llega como posible regidor un juez, desconocido para muchos, llamado Xulio Ferreiro, que llegará al balcón consistorial de la plaza de María Pita a bordo de su Marea Atlántica. He leído que A Coruña es -era-«una urbe tirando a clasista, donde, según en qué barrios, los concejales se han repetido durante años en corporaciones sucesivas como una pequeña elite consistorial». De Ferreiro, la mayor parte de los coruñeses sabía muy poco hace un año. Claro que, hace un año,

¿cuánto sabíamos de Podemos, cuántos pensaban que Albert Rivera era un político catalán limitado a Cataluña, cuántos podíamos imaginar el tsunami político, que es mucho más que una Marea, que se nos avecinaba?

Podría tomar muchos más casos de tantas ciudades españolas que van a ver no el cambio de un alcalde y de una corporación, sino un cambio en la manera de entender la política. Siempre he pensado que esa reclamada regeneración del país estaba comenzando ya en muchos ayuntamientos y que desde allí iría ascendiendo hacia los poderes autonómico y central. No voy, a estas alturas, a declararme entusiasta de Carmena, a la que conozco algo, de Colau, a la que desconozco del todo, o del valenciano Ribó, de quien aún ignoro si llegará a cumplir su sueño de sustituir a Rita Barberá merced al cambalache que sigue caracterizando, con o sin emergentes, a la política levantina. Pero sí creo que las estancias prolongadas en el poder, aunque sea el local, traen aparejado el peligro de eternizar las cosas que se hacen mal, los vicios adquiridos, y no quiero referirme a las corruptelas, porque me niego a generalizarlas: no todos han sido, ni, desde luego, son iguales.
Los cambios que oficializaremos este sábado histórico son el fruto, primero, de una votación ajustada a un sistema parlamentario; luego, de una voluntad de pacto, que no es un término que se conjugue fácilmente en una España siempre deseosa de mayorías absolutas, que tanto simplifican -y complican- las cosas. Personalmente, a estas gentes que dentro de pocas horas van a entrar a ocupar despachos por los que nunca habían transitado, quiero desearles lo mejor y otorgarles al menos la confianza de que superarán en afán por el bienestar de los ciudadanos a sus antecesores, que por algo salen del cargo. Mi voto de confianza, sí. Incluso a «Kichi», con todos mis respetos.

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