Fernando Jáuregui – Empiezo a echar de menos a Felipe González y a Aznar.


MADRID, 13 (OTR/PRESS)

Parodiando a Neruda, quizá podrían escribir las crónicas más tristes esta noche. Lo reconozco: este es uno de los artículos más difíciles y acaso dolorosos que he escrito en muchos años. Porque es la crónica de un caos previsible, del desastre ya inminente que parece no tener solución. Es la radiografía de la perplejidad, de un país al parecer muy preocupado por el encuentro de un presunto delincuente fiscal con un ministro, pero nada inquieto, al menos en sus estamentos oficiales, por su propia supervivencia. Nunca he querido mostrarme alarmista y menos catastrofista cuando he tenido que ejercer la a veces dura profesión de comentar lo que pasa: ahora, quizá por primera vez, me veo obligado a dar entrada al pesimismo. Esta nación, España, se tambalea. Nunca mayor imprevisión desde las personas que nos representan. Jamás tantas contradicciones en los momentos supremos en los que el Estado habría de mostrar más cohesión, dosis más altas de solidaridad.
Y no. Nada de eso. Las baronías se agitan cuando alguien sugiere que tal vez haya que modificar a fondo los cimientos de la financiación del ya fallido Estado autonómico admitiendo algo que es obvio: que la autonomía catalana no es igual que la riojana o que la cántabra, por ejemplo. O que la canaria es profundamente diferente de las de Murcia, Aragón o Castilla-La Mancha. Algunas voces, que estudian la reforma constitucional por cuenta de los partidos que tendrán que incluir algún cambio, alguno, en sus inminentes programas electorales, han avisado de que tal vez haya que empezar a admitir la heterogeneidad del Estado, pero entonces llegan las baronías, líderes autonómicos asentados en votos, y dicen que de eso nada, que a qué viene eso de sugerir que a Cataluña hay que tratarla mejor que a las demás e igual, sería el caso, que a las «privilegiadas» Euskadi y Navarra. Son gritos desgarrados y comprensibles, claro. Eso es, precisamente, lo malo: que esos argumentos son perfectamente entendibles, que podemos compartirlos. Pero no hacen sino agravar el problema.
Los dos mayores partidos nacionales se debaten ante esta cuestión, mostrando su falta de convicción y de claridad de ideas. No de otra manera se pueden considerar los bandazos del PP, que hace años planteó una sustancial reforma constitucional de la que ahora prefiere ni acordarse, o los de los socialistas, cuyo «socio privilegiado», el PSC, se diluye entre el rechazo silencioso y los tímidos apoyos al independentismo de sal gruesa planteado por Oriol Junqueras/Artur Mas. Así, vemos que los dos partidos que deberían vertebrar el Estado con un sólido pacto, muestran una atonía, una confrontación y una dispersión alarmantes cuando falta un mes y medio para que la actual Generalitat, que alberga los planteamientos más caóticos para Cataluña desde 1934, gane -gane, sí- esas elecciones plebiscitarias -plebiscitarias, sí- que ella mismo ha convocado contra viento y marea. Y contra el sentido común y la razón, sabiendo que los trenes están lanzados hacia el choque frontal. Es increíble que, a cuarenta y cinco días de esas elecciones que harán tambalearse a España, todo lo que estemos escuchando sea lo obvio: «Cataluña no será independiente».
Claro que no, claro que no puede serlo. Pero ¿qué precio habrá que pagar el resto de España, la propia Cataluña, para que no lo sea?

Pues eso: que nadie responde a esta pregunta, y provocan ya franca alarma los silencios de los dirigentes políticos en vacaciones. No recuerdo un agosto más disolvente que este, en el que poco -pero algo- sabemos de Rajoy trotando por los montes pontevedreses, casi nada de Sánchez -aunque sí hablen ocasionalmente algunos de sus disusos reformistas-, nada de Albert Rivera -que, al menos, forma a sus huestes para la batalla en campo catalán, donde Ciudadanos tiene mucho que decir, aunque ahora nada diga- y menos que nada de Pablo Iglesias, a quien algunas crónicas, que a mí no me constan porque poco sé del tema, presentan hasta dubitativo acerca de su propio futuro. Comprenderá usted que, por mucho que las crónicas veraniegas nos hablen de verbenas, de polémicas sobre el toro de la Vega o sobre las corridas en San Sebastián, percibamos un poso de inquietud en una ciudadanía que, más que nunca, parece sentirse perpleja ante la inacción de sus representantes. ¿Qué ocurrió con los postulados de aquella «declaración de Granada» del PSOE, qué con los planteamientos del PP catalán en la «era Sánchez Camacho», qué con aquel anti secesionismo de Podemos? Todo gira hacia ninguna parte, mientras cada «barón» territorial se encierra en su feudo, en su taifa, temeroso de perder votos y apoyos de «sus» conciudadanos: nada de cesiones a Cataluña. ¿Y?

Jamás nos hicieron más falta líderes con perfil de estadistas. Pocas veces los tuvimos, ay, menos que ahora. Con decirle a usted que, con todas mis reticencias hacia los personajes, hasta empiezo a echar de menos a Felipe González y a Aznar… Claro, aquellos eran otros tiempos. En estos, faltan, ya digo, cuarenta y cinco días para… ¿para qué?

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