Fernando Jáuregui – Un país tirando a provisional


MADRID, 8 (OTR/PRESS)

Erase un país cuyos ministros y cuyo jefe de Gobierno estaban en el cargo de forma provisional; tal vez, decían algunos de los ciudadanos de ese país, por sus propias culpas, en parte (aunque no faltaba quien quisiera culpar a los ciudadanos, por su mala cabeza votando como habían votado; como si los electores se equivocasen y no quienes interpretaban la voluntad de esos electores); solo en parte. Porque el denominado jefe de la oposición también estaba instalado en una provisionalidad algo culpable: ni siquiera sabía si los suyos, un par de meses más tarde, le darían una patada en salva sea la zona corpórea y hala, a sustituirle por otro, aunque no llevaba ni dos años en el cargo, ganado, eso sí, a pulso en unas elecciones internas. Claro que los diputados, elegidos quince días antes, tampoco sabían si completarían en sus escaños la Legislatura, ni cuánto duraría la Legislatura en caso de llegar a iniciarse. Ni, claro está, para qué iba a servir esa Legislatura, en el caso, cada día más improbable, de que llegase a completarse: pero si hasta la Constitución de aquel país estaba inserta en la provisionalidad de los cambios necesarios, según algunos, innecesarios de todo punto, de acuerdo con otros. E incluso había ciudadanos que ni siquiera pronunciaban el nombre de aquel país, que era el suyo, aunque algunos no querían que lo fuese. Así que el desacuerdo parecía ser lo único eterno en aquel país, que hacía bueno aquello de que «nada hay más duradero que la provisionalidad».
De modo que, claro, por ejemplo las negociaciones arduas para saber quién iba a presidir el Parlamento salido de esas elecciones acaso efímeras, provisionales, tenían igualmente algo de efímero: pongamos que, contrariando lo que deseaba el presidente provisional del Gobierno provisional, todos los demás grupos provisionales del Parlamento provisional elegían a un presidente de la Cámara Baja no perteneciente al partido que, de momento y en funciones, gobernaba, es un decir, aquel curioso país; pues ese candidato de la oposición provisional corría el riesgo de ejercer su cargo apenas para celebrar un par de sesiones de investiduras imposibles, porque los datos surgidos de las elecciones, probablemente a repetir, no permitían mayorías suficientes como para consolidar lo que fuere. Y, así, los políticos provisionales se mantenían firmes apenas en sus negativas a pactar con los otros una estabilidad que sacase a aquel país de una provisionalidad que le estaba haciendo famoso, no estamos seguros de que para bien, en el mundo entero. Un mundo, el circundante, que se aferraba a tradiciones perdurables, sin poner en tela de juicio hasta la fiesta de, pongamos, los Reyes Magos: nada, nada era para siempre en aquel país ansioso de Cambio, pero que solamente obtenía, a cambio, pequeños cambios. Provisionales, naturalmente. Como llamar «magas» a los magos: tremenda revolución.
Fíjese usted si era peculiar el país aquel que el jueves tomaban posesión unos senadores autonómicos que quizá el lunes, cuando uno de los territorios provisionales de aquel país convocase -quizá, porque en el Estado aquel todo se sustentaba en un «quizá»- elecciones regional-plebiscitarias, tuviesen que cesar en el cargo nunca asumido. Y decimos plebiscitarias porque incluso algunas partes de aquel país desdichado, y que había sido tan afortunado, se cuestionaban permanente su propio ser, su identidad y, entonces, las elecciones regionales eran, en realidad, plebiscitarias, aunque nadie quisiese llamarlas así. Porque esa era otra de las características de aquel país: que casi nadie llamaba a las cosas por su nombre, ya que, identificándolas de manera palpable, se las colocaría en una realidad que anularía esa provisionalidad que todo lo impregnaba. Por tanto, incluso la Historia, que tiene vocación de permanencia, era sistemáticamente falsificada por el vencedor de turno en el país aquel, deseoso de no dejar títere con cabeza en la materia que fuere.
Y entonces, claro, al estar las superestructuras de aquel país inmersas en la volatilidad, que era algo permanente en la nación aquella, lo más inseguro era la necesaria seguridad jurídica para que quien quisiese invertir en el volátil país pudiese hacerlo con garantías de solidez y permanencia. Que eran cualidades que en aquel país parecían haberse, como tantas cosas, hecho humo. Era un país curioso por muchos conceptos, porque lo único que permanecía en él eran aeropuertos sin aviones y grandes edificios públicos con vocación de perdurar para la Historia de los Faraones, eso sí, vacíos y sin función palpable que ejercer en la muy provisional vida ciudadana. Así que nada de extraño tenía que algunos de esos políticos destinados a ser provisionales -claro, todo es provisional en esta vida en la que todo fluye, nada permanece, como bien decía Heráclito–, a lo único que aspirasen fuese a sentarse en un cuarto de hora de protagonismo en un palacio presidencial en el que hasta los mármoles eran falsos.
¿Y los ciudadanos? Pues los ciudadanos se lanzaban, y eso sí que era costumbre inalterable, a consumir en las rebajas de enero, mes que, de momento, seguía llamándose así. Y a lanzar muy divertidos memes a través de las redes sociales, que encantaban en el país aquel, porque nada hay más efímero que un mensaje en una red social; tal vez por eso, los políticos hacían sus declaraciones y tomas de postura -siempre provisionales- a través de ese medio. Y alguno, como el que suscribe al referirse a aquel país no tan de ficción como pudiera imaginarse, no paraba de recordar aquella frase de un gran cínico al que algunos dieron en calificar de gran político de un siglo pasado, que decía aquello de que «en política, cuando digo jamás, quiero decir hasta esta misma tarde». Y todos, eso sí, se reían mucho y lo pasaban estupendamente. Porque nada hay más divertido que ver que el mundo pasa, galopante, por nuestra puerta (aparentemente sólida, aunque trashumante) y que, sin embargo, nunca pasa nada.

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