La semana política que empieza – Si no se saludan, de pactar ya ni hablamos


MADRID, 24 (OTR/PRESS)

El Rey Felipe es alguien cuya característica principal es, a mi juicio, la prudencia. Descarto, por tanto, que en sus conversaciones con los líderes políticos este lunes y el martes, ensaye algún paso arriesgado, incluyendo dar la sensación de que sus interlocutores puedan sentirse abroncados. Y no es que falten razones para la bronca, para que la persona que encarna la jefatura del Estado dé algún puñetazo sobre la mesa, transmitiendo a algunos de sus visitantes la indignación que buena parte de la ciudadanía siente -no hay más que leer los periódicos_ ante los responsables de habernos traído hasta aquí… que muy probablemente van a ser los mismos que se presentarán a las elecciones para que les votemos en junio. Pero ya digo: Don Felipe es hombre extremadamente prudente y sospecho que se limitará a escuchar con paciencia, que es otra de sus características, la cascada de acusaciones que unos lanzarán contra los otros: «el culpable, Majestad, de que haya que repetir elecciones, es el otro»; y, si no, achacarán responsabilidades a los votantes, que no han emitido el sufragio como a «ellos» les hubiese gustado y como «ellos», supremos intérpretes de los resultados electorales, creen que convenía al país.
No se me ocurre nada, ni aunque el Rey tuviese a bien proponer alguna solución «in extremis», que, de cualquier forma, es algo que la Constitución difícilmente le animaría a hacer, que pueda evitar ahora que se repitan las elecciones. Decir que solamente una gran coalición entre PP y PSOE -con Ciudadanos también dentro_ hubiese evitado el tener que volver a las urnas el 26 de junio provoca que quienes tal cosa proclaman sean automáticamente etiquetados como «gentes de derechas», o hasta «sicarios del PP». Y no: es simplemente una constatación matemática. La suma de los escaños de «populares» y socialistas, y mucho más aún si se añaden los de Ciudadanos, es la única salida que ofrece una sólida y confortable mayoría para poner en marcha esas reformas legales, constitucionales y administrativas que tan necesarias son y que hubiesen podido tasarse a la hora de firmar un gran pacto.
Pero, claro, Rajoy se empeñaba, y se empeña, en ser él quien encabece esa gran coalición -que para eso, insiste, ha ganado-, y tampoco se le conocen propuestas lo suficientemente regeneradoras para propiciar el Cambio con mayúscula. Y Sánchez se ha anclado en que lo que hay que hacer es mandar a la oposición al PP, que, sin embargo, es el partido que, aunque insuficientemente, ganó el pasado 20 de diciembre. Algo que, dicen las encuestas, es posible que vuelva a ocurrir el 26 de junio.
Así que, si no se ha pactado esa gran coalición que evitaría que siguiese gobernando exclusivamente la derecha, como es previsible que ocurra tras las elecciones de junio, ha sido porque dos personas, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, no han querido (aunque el primero proclamase lo contrario) entenderse. Si ni siquiera se saludan, o lo hacen con extrema frialdad, cuando se encuentran en una recepción oficial, la del premio Cervantes, entonces, como en el chiste, de bailar ya ni hablamos. Y no digamos ya de pactar. Ni Rivera ni el saltimbanqui Iglesias: los grandes responsables son Rajoy y Sánchez. No he hallado a una sola persona, popular, socialista, ciudadana, podemita, o lo que sea, que no me haya reconocido que, si en lugar de Rajoy hubiesen estado Cristina Cifuentes o Soraya Sáenz de Santamaría, y en lugar de Sánchez Susana Díaz, pongamos por caso, disfrutaríamos de un Gobierno estable desde hace tres meses.
Y sí, a lo mejor tenemos que pedir una situación manejada no por un «independiente», como sugirió, equivocadamente a mi juicio, Albert Rivera, pero sí, por ejemplo, por esas mujeres pragmáticas. Y es apenas un ejemplo, insisto. Y no, en cambio, manejada (es un decir) por los orgullosos vocingleros que se hartan de proclamar que todo lo hacen por nuestro bien, mientras, sin saludarse, se sacuden patadas por debajo de la mesa para que el rival tenga más difícil subir la escalinata de La Moncloa.

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