Fernando Jáuregui – Mira que les gusta consolidar las dos -o más- Españas…


MADRID, 20 (OTR/PRESS)

España es país que ama regularlo todo, aunque muchas veces el cumplimiento de tanta legislación en el vacío sea imposible. Y prohibir: cuánto gusta a algunas autoridades sin autoridad prohibir. Así que la autoridad competente, en este caso la delegada del Gobierno en Madrid, decide prohibir la entrada de banderas esteladas en la final de la Copa del Rey, armándose el ridículo follón consiguiente: ¿y si en lugar de una bandera se porta la camiseta con la estelada? ¿Y si el peligroso separatista, casi terrorista por lo visto, la lleva pintada en la cara? Magnífico pretexto a los victimistas de Puigdemont para enlodar aún más esta final «deportiva» -ejem–, ya tradicionalmente deslucida por los pitos irresponsables al himno y al Rey. Y, encima, le toca al poder judicial, que cosas más importantes tendrá que hacer, digo yo -al margen de arrebatar a Margarita Robles la dignidad de magistrada del Supremo, por haber osado incluirse en una candidatura electoral–, que ponerse a deliberar si legalmente se puede o no vetar el ingreso de banderas, que me parece que no son armas ofensivas, en el Vicente Calderón.
Bueno, este episodio en la serie de dislates en el «tema catalán» ha quedado más o menos solucionado, dejando en el armario, claro, los resquemores y los gritos airados correspondientes. Pero si usted cree que este ha sido el único tropiezo cometido en las últimas horas por la autoridad competente, se equivoca: ahí está la prohibición, emanada, quinientos y pico años después, de la Junta de Castilla y León, de matar a lanzazos al tristemente famoso toro de la Vega, aunque se pueda alancearle moderadamente desde el caballo briosamente montado por la muchachada de Tordesillas. Qué manía represora: oiga, si a usted no le gusta la salvajada del toro de la Vega -a mí me horroriza- pues no vaya, y en paz; a mí, desde luego, no me verán por allí. Y haga suya la máxima volteriana, según la cual «yo, que aborrezco las cosas que usted dice, daría la vida para que usted siga expresándolas libremente». Y quien suscribe, conste, aborrece tanto a los bestias que actúan contra las bestias como, en muy otro orden de cosas, a quienes utilizan los sentimientos derivados de los colores de una bandera para forzar, en su propio provecho, el relato de la Historia.
Pero que, por favor, no puedan decir que se les silencia. A mí me dan más miedo los que no pierden oportunidad de ordenar, dicen que para nuestro bien, nuestras vidas, que aquellos que esgrimen unos colores como forma de agresión de las creencias de otros. Me provocan menos temor los energúmenos de dos patas sobre equinos de cuatro que los que les meterían en la cárcel en aras de la estética.
Y es que en este país nuestro, tan pintoresco por motivos varios, no hay cosa que más anime al personal que consolidar las dos Españas. O más, si posible fuera: la que pita al Rey sin cortesía y la que le aplaude en los estadios deportivos; la que alancea toros y la que pone el grito en el cielo al ver la sangre del astado; la de quien desea tener unos grupos parlamentarios de nivel intelectual y moral y la de quienes se vengan del enemigo en las instituciones (pongamos, por ejemplo, la judicial. O la castrense), borrándolo de la nómina en cuanto pueden; la España de Aznar y la de Rajoy, que cada día parecen dos naciones más distintas y distantes ; la España de Pablo Jekyll y la de Iglesias Hyde… Maaadre mía.
Como si no pasase nada: como si no hubiese debates en profundidad que merecerían toda la atención de esos políticos que se realizan en el edicto y en los fusilamientos morales al amanecer. Ahí está, como propuesta de debate de fondo -menos mal que a alguien se le ocurre lanzar alguna propuesta para la reflexión–, esa idea lanzada por una parte de la izquierda de crear una tasa específica para garantizar el futuro de las pensiones. O las tareas internacionales que ha de abordar España, la España en funciones cinco meses -cinco- y un día después de aquellas elecciones de diciembre que abrieron el abismo. Ese abismo que, a base de tonterías cotidianas, profundizamos, con afán encomiable, entre todos.

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