Siete días trepidantes – Lo único cierto (o no): no habrá terceras elecciones


MADRID, 1 (OTR/PRESS)

Hay quien, escuchando las tertulias en las que expreso mis opiniones, me advierte de que puedo estar instalado en el error al afirmar, como afirmo, que, dadas las circunstancias, lo único que puede asegurarse es que no habrá terceras elecciones generales este año. Y que, por tanto, Rajoy saldrá investido este mes de octubre, con la abstención de todo el grupo parlamentario socialista o solamente de una parte de él, en función de lo dividido que salga el partido con más larga historia de España del trance en el que lo han metido su secretario general (si es que lo sigue siendo), Pedro Sánchez, y un puñado de incondicionales.

No, no habrá terceras elecciones, salvo, claro, que la catástrofe en la que estamos todos embarcados adquiera aún mayores proporciones. Y no las habrá por una razón. Que poco tiene que ver, ay, con el hecho de que eso, que no las haya, convenga al interés nacional: no conviene a los intereses del PSOE. Los socialistas no pueden, simplemente, afrontar unos comicios porque, primero, su cabeza de candidatura se está tambaleando, si es que, cuando esta crónica vez la luz, no ha caído ya; segundo, porque se encuentra sumido en una crisis interna tan profunda que, aunque se presentase, sufriría uno de los varapalos más históricos que se hayan registrado en la historia política de la socialdemocracia mundial: tanto, que probablemente significaría la desaparición pura y simple del partido que fundó Pablo Iglesias -el original_el 2 de mayo de 1879. Y tercero, porque, en estas condiciones, una campaña electoral se haría imposible para este partido: ¿podría realizar mítines Sánchez en determinadas localidades de Andalucía, Extremadura, Aragón, Valencia, Castilla-La Mancha, etc? ¿Podría contar con Felipe González, con Guerra, con otros veteranos, en su apoyo? ¿Podría lanzar algún mensaje constructivo, elaborar un programa creíble, más allá de la liquidación de sus adversarios internos argumentando falsas razones ideológicas?

Claro que no. Y lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Sánchez se ha metido en una ratonera sin salida, sin alternativas –¿de verdad cree que ahora ni siquiera la desesperación y el oportunismo de Podemos iban a acompañarle en su loca aventura?–, sin más apoyos que los que acudían este sábado ante la sede de Ferraz a dar unos cuantos gritos contra el Gobierno Rajoy y a tomarse un plato de paella. Sánchez se ha convertido en un apestado, en un juguete roto: perdió la partida y sospecho que tanto él como los suyos lo saben, porque la reconciliación, si no pasa por su defenestración, es ahora inviable en el PSOE. Salvo, claro, que todos hagan un ejercicio de generosidad (y de cinismo) como jamás se haya visto. Y yo, en esas cosas he dejado de creer.
¿Y entonces? Pues, con gestora o sin gestora, habrá diputados socialistas que se abstengan en una investidura, alegando que las condiciones actuales no permiten otra cosa. Habrá sido una medicina de caballo para evitar algo, esas elecciones, que resultaban un energumenismo político. Y será Rajoy, qué remedio, quien siga en el sillón de La Moncloa.

Sé que hay quienes aún creen (temen) que esos comicios del 18 de diciembre, y que estuvieron a punto de celebrarse el 25, Navidad, acaben por celebrarse. Tranquilícense: eso no ocurrirá. O intranquilícense del todo si ocurriera, que es algo que se me antoja casi imposible. Al menos, la crisis ha servido, confío, para despejar el panorama por este lado. Ahora toca la regeneración de la clase política como un todo, no solamente de los socialistas, vencedores o perdedores en esta absurda batalla que nunca debería haberse producido y de la que culpo directamente a Sánchez y a su entorno más directo. Ahora toca formar un Gobierno fuerte, no inmovilista -no inmovilista, señor Rajoy: espero que él también haya aprendido algo de estos lances–, impulsado desde el Parlamento para que proceda a esa regeneración que ya se ve que es cada día más necesaria.

Han aflorado, de golpe, todas las enormes contradicciones acumuladas desde el inicio de la primera transición: toca ahora, como decía Adolfo Suárez, arreglar las cañerías, fortalecer las paredes, cambiar la disposición de las ventanas y las puertas, sin que la casa se nos caiga encima.

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