Fernando Jáuregui – Cuando todos llaman «fascista» a todos


MADRID, 20 (OTR/PRESS)

Se sabe que en toda guerra la primera víctima es la verdad. La segunda, como consecuencia, la libertad de expresión. La tercera, virtudes sociales como el sentido común, la sensatez, la mesura. Así que debemos estar inmersos en una falsa guerra, donde las verdades son relativas, las acusaciones de impedir la libertad de expresión, constantes. Y no queda ni rastro en la sociedad civil -ni en otros ámbitos más institucionales- de sosiego, ni de talante de diálogo amplio. No en vano, alguna red social tiene fama, en su versión española, de ser la más agresiva, falaz e insultante del mundo. Y todo eso se produce cada día, en cada pretexto, con cada acontecimiento.
Claro que hay crispadores casi profesionales: que el líder de una formación que representa a cinco millones, cinco, de votantes insinúe que la algarada callejera, o impedir que alguien hable en la Universidad, o un motín de inmigrantes en un centro de internamiento, es lo más conveniente para que progrese la sociedad, no deja de ser una alteración de las reglas de convivencia democrática. Y de veras que siento decirlo, porque pienso que ese líder ha sido capaz, en muy poco tiempo, de construir una plataforma de canalización del muy legítimo descontento de los españoles con las viejas formas de ser sometidos a una política injusta, lejana. Equivocada, como mínimo, si es que no inicua.
Supongo que la coyuntura de debilidad política en la que sus representantes han dejado al país favorece estos exabruptos, tan malos para la construcción de esa nación de democracia avanzada y equitativa que necesitamos y queremos. Judicializar la vida política, exigiendo que todo el peso de la ley, aplicada según por quién, caiga sobre las cabezas de quienes actúan de forma diferente -y piensan seguir haciéndolo, les caigan las sanciones que les caigan, porque creen que su actuación es la patriótica- es una manera más de pervertir la percepción de la democracia. Que no digo yo, ojo, que no haya que cumplir las leyes y haya que primar a quienes las desafían: simplemente, me alineo con quienes creen que las leyes no están para empeorar las situaciones que, en teoría y en según qué circunstancias, tratan de remediar. La aplicación de la ley no puede ser un arma arrojadiza contra quienes generan problemas que han de resolverse de muy otra manera; y sí, hablo de diálogo, flexibilidad y negociación al máximo nivel.
Y claro que me repelen actuaciones como las de esos energúmenos que impiden hablar a Felipe González en sede universitaria; como me preocupan que esos energúmenos llamen «fascista» a quien, con aciertos y errores, condujo un período muy importante de la democracia. Pero igualmente me preocupan, y no quiero ser equidistante, sino equilibrado, que es otra cosa, que los insultos de «fascista» se reviertan a quienes, como esos reventadores dignos de figurar en las crónicas de sucesos, no en las políticas, no merecen ser tratados con una consideración clasificatoria, ni siquiera en el apartado execrable del fascismo.
Porque la semántica también cuenta a la hora de imponernos algo más de sosiego, y el fascismo fue una cosa muy importante, muy mortífera para tantos, como para andar devaluando esa palabra, para mí maldita. Lo mismo que aquel calificativo, tan falsamente atribuido tantas veces a tantos, de «franquista», afortunadamente ya en desuso, porque el franquismo, en mi opinión, fue una enfermedad muy seria. Y muy mala. Y no puede minimizarse, restregándola por ahí.
Creo, menos mal, que está pasando la hora de los crispadores. Uno de esos, que estuvo instalado en la negación, ya partió, creo que para nunca más volver a los pastos de la política. El otro, poco a poco, se va «monederizando», y usted me entiende, a base de exabruptos: acabará convirtiéndose en un Willy Toledo y cavando una sima en la organización que tanto contribuyó a crear. Y van, esos crispadores, siendo sustituidos por gentes con sentido de la tolerancia y con sed de diálogo; creo que incluso en esa Cataluña que se instaló en la irracionalidad de lo imposible (la independencia) está regresando, de la mano de los mismos que lo desterraron, el benefactor concepto del diálogo.
Tenemos que quitarnos de encima las dos Españas cainitas, vociferantes, que se ponen caretas para agredir y para que las culpas de sus acciones recaigan sobre otros. Las dos Españas juzgadoras sin datos, rebeldes sin causa. Estamos ante una oportunidad única de regenerar la ya vieja –parece mentira, pero así es ya- democracia española desde la reflexión y no desde la alteración ante el fenómeno, y no ante la categoría.
Claro que no me gustan los asaltantes de universidades. Ni los de mercados, ni los de los que tienen ideas diferentes. Pero tampoco me gustan los que toman todo esto como pretexto para no avanzar en lo que importa, que es un proyecto de concordia. Y, lamentablemente, es en eso en lo que estamos, hoy por hoy, víspera de tantos acontecimientos decisivos, distraídos. Hay que cambiar el chip, señores.

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