Fernando Jáuregui – Pero entonces, ¿qué hacemos con Cataluña?


MADRID, 22 (OTR/PRESS)

Hace años que albergo la sospecha de que el contencioso del resto de España -bueno, sobre todo, «Madrit»- con Cataluña es más un problema de comunicación que cualquier otra cosa. Y no es cosa de minimizarlo. Falta sensibilidad, flexibilidad y generosidad en las comunicaciones bilaterales, y eso siempre arroja un déficit de entendimiento entre el nacionalismo, que no deja de ser un estado de espíritu, y el nacional-nacionalismo, que no deja de ser una forma más de prepotencia. Quizá, entonces, estemos condenados al choque inexorable de trenes: este mismo viernes, las locomotoras -sobre todo, hay que reconocerlo, la catalana- enfilan una nueva recta hacia el encontronazo, cuando, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, el president Puigdemont echa más madera a la caldera de los trenes autonómicos, convocando de manera formal el referéndum secesionista para el año que se nos echa encima. Y, claro, eso va a destapar, en este Madrid irritadísimo desde el que escribo, la caja de los peores truenos.
Porque, primero, hay que reconocer que la mayor parte de la culpa en la falta de dialogo recae, en estos momentos, del lado de la Generalitat. Su president, Carles Puigdemont, hace oídos sordos a las llamadas a participar en la próxima conferencia de presidentes autonómicos, que va a tener, sin duda, una gran importancia en la marcha del Estado de las autonomías. Como si nada de eso fuese con Cataluña, pretende, en operación falsa de imagen, Puigdemont. Pues claro que a los catalanes les va mucho en lo que allí se debata, comenzando por el tema de las relaciones de las autonomías con la Unión Europea. Pero a Puigdemont le preocupa más el presentarse no como «primus inter pares», sino como absolutamente ajeno a lo que el resto de los españoles decidan. Ese va a ser un grave error.
Un error que espero que no tenga su contrapartida en las equivocaciones que puedan padecer quienes se encarguen de dar una respuesta a Puigdemont y a la parte de los catalanes que le siguen. Aprecio un endurecimiento de las posiciones en lo que podríamos, sin ánimo peyorativo, llamar «centralismo» con respecto a un «procés» catalán que ni va a poder ser ni debe continuar más allá, pero que acabará siendo y continuando si las tesis de los más «halcones» en el Estado central se enconan y endurecen. No es judicializando la vida política en relación a Cataluña -menos mal, en mi opinión, que una mayoría en el Congreso de los Diputados, reformando la ley sobre el Tribunal Constitucional, se ha dado cuenta–, ni con amenazas de echar encima de los «disidentes» determinados artículos de la Constitución, como mejoraremos las relaciones entre ambas partes.
Este viernes va a ser, sin duda, un mal día para quienes creemos que el entendimiento entre posiciones diferentes es aún posible, salvando así la unidad de la nación. Pero, claro, quienes tal creemos parecemos ser cada día más minoritarios, en Barcelona y en Madrid: se va abriendo una sima cada vez más difícil de cerrar. Si yo escribo aquí que, en mi opinión, resultará inevitable celebrar en algún momento un referéndum de autodeterminación, y que ese referéndum debe estar amparado con todas las garantías del Estado, para que los independentistas, como a mí me gustaría, lo pierdan, ¿no recibiré una auténtica descarga de fusilería desde las redes sociales, tan salvajemente polarizadas?

Pues de eso es precisamente de lo que me quejo: hay que permitir que la Política, con mayúscula, que es el arte de hacer fácil lo que es posible, y de hacer posible lo que parece imposible, tenga un papel protagonista en este juego. Y me temo que las corrientes mayoritarias van, ay, en otro sentido, el del politiquerío y el empecinamiento. Solo me queda decir que espero mucho del pragmatismo y del talento de quienes, desde el lado «madrileño», pero también de algunos desde el lado catalán, ahora negocian una aproximación de posiciones. Un fracaso ahora, propiciado por desafíos y palabras altisonantes, nos puede costar muy caro.

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