No te va a gustar – Lo que pudo ocurrir hace un año (y no)


MADRID, 10 (OTR/PRESS)

El tiempo pasa a velocidad vertiginosa. Puigdemont, por ejemplo, que ya anuncia que se va, lleva apenas un año en el cargo. Y, cuando nos detenemos a repasar todo lo que ha ocurrido en los últimos doce meses, comprobamos que es preciso ya ir haciendo historia y un minucioso análisis: porque, por ejemplo, el pasado mes de enero estuvo a punto de cambiar, con un giro de ciento ochenta grados, el sesgo de la política española. Pudo ocurrir algo que, a juicio de este cronista, hubiera constituido un paso muy negativo en la marcha de la democracia española. Pero no ocurrió, y aquí y así estamos como estamos. Para bien o para mal. O para bien y para, en alguna cosa, mal.
El 22 de enero de 2016, va a hacer un año, el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, salía de ver al Rey, dentro de las audiencias del jefe del Estado en relación con los intentos de llegar a una investidura para un presidente del Gobierno tras las elecciones del 20 de diciembre anterior. Los lectores recordarán que, a la salida, Iglesias, rodeado de sus más cercanos correligionarios, pidió para sí la vicepresidencia del Gobierno, la gestión de los servicios secretos, de los medios públicos de comunicación, Defensa y varios ministerios, entre ellos quizá el de Interior y uno de nueva creación, para tratar con las autonomías. El control del Estado, vamos. Al secretario general del PSOE, con quien en teoría formaría una coalición para consolidar un Gobierno, se le «dejaba» la Presidencia, que era, gracias a Iglesias, como si fuese una sonrisa del destino (el propio Iglesias, con su proverbial modestia, dixit).
Esta comparecencia extemporánea y prepotente, que no había sido comunicada al aún ni siquiera «socio formal» Sánchez, quebró, me parece, cualquier posibilidad de un «Gobierno de progreso», tantas veces pregonado por ambos, por Sánchez y por Iglesias, sin que jamás hubiesen llegado a ponerse de acuerdo acerca de una línea concreta de actuación conjunta: estaban brindando al sol. Pero ¿qué hubiese ocurrido si, en lugar de lanzarse al ruedo de la guisa como lo hizo, Iglesias hubiese ofrecido una colaboración humilde y sincera a Sánchez para formar Gobierno en los términos que el socialista, que al fin y al cabo tenía más escaños que Podemos, hubiese querido? ¿Y si las formaciones nacionalistas y separatistas se hubiesen unido a este pacto «de progreso» para permitir a Sánchez cumplir su ambición de llegar al sillón monclovita, como anunciaron que harían? O, en último caso, ¿qué hubiese sucedido si Podemos se hubiese abstenido en una votación de investidura de Sánchez apoyado por Ciudadanos?

En ambos casos, Pedro Sánchez, sin ganar las elecciones y quizá enfrentado a sus propios «barones» territoriales, se hubiese convertido en presidente del Gobierno. Apoyado por fuerzas dispares y, en ocasiones, contrapuestas: inestabilidad total. Todo ello pudo haber ocurrido en el año que vivimos mucho más peligrosamente de lo que ahora podemos o queremos recordar. Incluso yo diría que eso estuvo cercano a ocurrir en diversos momentos del proceloso 2016. Y, entonces, Pedro Sánchez hubiese sido presidente de un Ejecutivo estrechamente vigilado por Pablo Iglesias, el hombre que, en los dos últimos meses, se ha dedicado más bien a desestabilizar su propio partido, que él y unos cuantos más crearon, con tanto éxito, hace poco más de dos años y medio. Y, claro, los nacionalistas exigirían su cuota a cambio del apoyo a Sánchez. Quien, iluso, en un momento dado pensó, me dicen, lograr que los separatistas catalanes aplazasen «sine die» su referéndum sobre la secesión, a cambio de quién sabe qué, porque nadie jamás lo explicitó.
Aunque me muestro poco entusiasta de la forma de gobernar de Mariano Rajoy, virtualmente en solitario digan lo que digan, por su escasa receptividad al cambio y a los progresos democráticos, creo que la salida actual es infinitamente mejor de lo que podría haber sido «aquello» que hubiese surgido hace un año. Porque ni Sánchez ni, menos aún, Iglesias han mostrado estar (¿aún?) capacitados para gobernar un trasatlántico como España; de hecho, creo que no lo están, y en ambos casos hablo desde una cualificación estrictamente personal, y no partidista, ni para pilotar un barco de mediano cabotaje, y menos formando un tándem inestable. Dos gallos en un mismo gallinero, Dios mío…
En este tiempo, la situación política en Cataluña se degrada cada vez más, hay autonomías, como Euskadi y Galicia, que se fortalecen y un pacto, el del PP con Ciudadanos, que dio la permanencia en La Moncloa a Rajoy, que lamentablemente se desdibuja. Ahora tiene el presidente del Gobierno y del PP la opción de aprovechar el ya casi inminente congreso de su partido para profundizar en un impulso democratizador y regeneracionista partiendo del propio campo «popular». De la misma manera que Albert Rivera debe alzar su voz, ahora que llega también el congreso de Ciudadanos, para exigir que los acuerdos suscritos se cumplan ya, sin más dilaciones ni pretextos.
Y tanto el PSOE como Podemos tendrán que aguardar una nueva oportunidad. Depurando sus filas y sus programas, porque también ellos tienen la oportunidad de hacerlo, en el congreso de Vistalegre II el segundo, y en el próximo congreso federal, se supone que en primavera, los socialistas. Ambos deben aprender, estimo, de los tremendos errores cometidos a lo largo de este año, en el que, precisamente gracias a los desenfoques y equivocaciones de la izquierda, a Rajoy le ha bastado con mantenerse impasible para fortalecerse. No voy, ni mucho menos, a dar mi voto en blanco a Rajoy, aunque -o tal vez por eso– creo que una prudencia gris guía sus pasos actuales. Pero no me queda otro remedio, a la vista de cuanto hemos visto, que congratularme por el hecho de que hace un año no ocurriese lo que pudo haber ocurrido. Y no, «laus Deo»: no ocurrió.

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