La semana política que empieza – Mirando hacia atrás sin (demasiada) ira…


MADRID, (OTR/PRESS)

Se me ocurrió este comentario al asomarme ayer a la ventana y comprobar que al almendro que desde ella se contempla empiezan a brotarle las hojas, como un anuncio prematuro de la primavera. Esta frase, «los almendros florecen en febrero», fue una de las consignas empleadas por los golpistas civiles, nunca juzgados, que el 23 de febrero de 1981 quisieron arrebatar las libertades a los españoles tras tomar el Congreso de los Diputados. Treinta y seis años hace de eso, y si traigo aquí el aniversario de aquella acción execrable, ocurrida precisamente el día en el que, tras la dimisión de Suárez, el Parlamento intentaba investir al también ucedista Leopoldo Calvo-Sotelo, es para resaltar las profundas diferencias entre aquella España y esta, en la que el peligro de cualquier intentona militar está tan descartado. Aunque, mirando hacia atrás, caben, claro, otras reflexiones…
Pienso en la verdad de la frase que afirma que «cuando peor estemos, que estemos como ahora», porque, sin duda, ahora estamos mejor que entonces, cuando había capitanes generales levantiscos y un terrorismo que mataba casi cada día; pero no todas las transformaciones se han completado de manera satisfactoria. Y constatamos que nos queda mucha democracia por mejorar y bastante territorio por estabilizar.
Por ejemplo, los partidos de entonces no son los de ahora: ni existe la antaño gobernante UCD, nacida sin duda para morir pronto, ni aquella Alianza Popular de Fraga es el Partido Popular que hoy nos gobierna, ni este PSOE convulso es el del Felipe González que iba a llegar, vía urnas, a La Moncloa año y medio después de aquel golpe de opereta, ni, obviamente, aquel Partido Comunista de Carrillo tiene mucho que ver con el que, desde Izquierda Unida, se ha aliado con el Podemos «de Pablo Iglesias», quien en aquellas fechas contaba tres años de edad. El hombre que representaba al nacionalismo catalán en aquel Parlamento es hoy, desde un bufete millonario, el defensor en el banquillo de la hija y hermana del Rey, y quien en mayo de 1980 se alzó con la presidencia de la Generalitat catalana es ahora un hombre desprestigiado, equiparable casi a un delincuente. Claro que ni aquella Europa, cuajada de políticos de peso, era la actual desconcertada UE, ni los Estados Unidos, donde Ronald Reagan acababa de tomar posesión de la Casa Blanca, eran, aunque algunos quieran ver lo contrario, los del estrafalario Trump.
Cierto que en España se han solucionado males que parecían casi endémicos, como las tentaciones golpistas -hoy, los militares españoles han recuperado todo su prestigio y constituyen un colectivo verdaderamente ejemplar_ o el terrorismo: ETA está liquidada, por más que algunos se resistan a considerarlo así hasta que no haya una declaración formal de disolución por parte de una banda a la que únicamente le quedan los asesinos y secuestradores presos. Nuestro país ya no es una nación aislada, carcomida por el desprestigio acarreado por la dictadura, que murió con Franco poco más de cinco años antes de que el ex coronel Tejero -¿Tejero? ¿Qué fue de Tejero?_ se lanzase a su loca intentona en el Congreso. Pero persisten en España la inestabilidad partidaria, las desigualdades sociales y las tentaciones separatistas: treinta y seis años después, España, una democracia asentada, mantiene desequilibrios e insuficiencias que estamos ante una oportunidad histórica de superar. Y por eso, en una efímera y modesta lección de Historia, me lanzo, contemplando los vestigios de la primavera, a recordar aquellos tiempos.
La debilidad de un Partido Socialista al que Pedro Sánchez, que este mismo lunes trata de recuperar el protagonismo perdido, llevó hasta una situación desesperada es, a mi juicio, el factor clave del irregular funcionamiento de nuestra democracia, basada, como es natural, en lo que debería ser la buena marcha de los partidos y en un gran pacto reformista que afecte a la Constitución. Sánchez quiere recuperar el poder cuando se celebren las primarias socialistas, y lo hace no contando con los apoyos ni de los medios de comunicación -esa asignatura en la que siempre han suspendido él y los otros candidatos socialistas_, ni de los propios «barones» del PSOE, ni de los veteranos, comenzando, claro, por el propio Felipe González. Ahora, Sánchez, que presenta un programa «apoyado por las bases», según dice, trata de atraer a su «fila cero» a notables periodistas o a famosos de toda laya, pero lo cierto es que cosecha más rechazos que complicidades. Y sus oponentes internos permanecen divididos… o demasiado silentes.
Lo cierto es que el hombre que prometió «enviar a Mariano Rajoy a la oposición», ha consolidado en la presidencia al gallego que quizá -quién lo sabe, tratándose de él_ se sentiría orgulloso encarnando los valores de Reagan, o de la señora Thatcher, en aquellos ya lejanos tiempos primera ministra del Reino Unido, e imitada por la actual «premier» de ese país, como Trump quisiera copiar las actitudes del Reagan «cowboy». Y hoy, el PP, que, en rivalidad con Ciudadanos, es lo más parecido, sin parecerse demasiado, a aquel centro-derecha que fue la UCD, se diferencia del partido fundado por Suárez en que este PP es más bien alérgico al reformismo. Entre 1976 y 1977, cuarenta años ya, Adolfo Suárez fue capaz de dar la vuelta al Estado como un calcetín. Algunos, pasadas cuatro décadas, pensamos que nos hallamos ante una segunda transición, susceptible de acoger otra etapa regeneracionista. Pero ¿cómo hacerlo cuando los partidos se ensimisman mirándose el ombligo y las disputas programáticas se solventan, como ha ocurrido en Podemos con Errejón, con promesas de puestos confortables allá por 2019? ¿Qué afán regeneracionista puede esperarse de quienes centran sus aspiraciones en ocupar, u okupar, un sillón?

Y aquí seguimos, con la principal amenaza para la estabilidad del país, que ya lo era en 1934, Cataluña, provocando insomnios, pero no soluciones. Ponemos la esperanza en las ideas que se le ocurran a un gobernante, fiándolo, como siempre, todo al «piove, porco Governo», y no en un pacto activo entre nuestros representantes, que son los partidos que llegaron al Parlamento, y la sociedad civil, casi tan débil ahora como hace cuarenta años. Los partidos siguen tan impermeables a la transparencia interna como entonces, lo mismo que los sindicatos, que algunas instituciones o que ciertos estamentos relacionados con las fuerzas de Seguridad. Volvemos la vista atrás, sin demasiada nostalgia y con solamente un poco de ira, y comprobamos que, en bastantes sentidos, estamos donde estábamos. Y ahí, precisamente ahí, es donde conviene actuar, avanzar, recordando las lecciones de la Historia que nos empeñamos en desconocer. En fin: lo eterno, lo verdaderamente perdurable, es que los almendros retornan siempre, hermosos, por mucho que haya quien quiera alterar las primaveras y corromper las democracias.

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído