La historia de esta emblemática bombilla nos pareció increíble cuando la conocimos. Por eso queremos compartirla. Además, basada en esta historia, un español, Benito Muros, creó una bombilla que puede durar cien años, pero no ha podido comercializarla. No solo eso, sino que fue perseguido hasta que desistió del proyecto. Hablamos de esto después.
En 1972, se descubrió que una bombilla del parque de bomberos de Libermore-Pleasanton (California) llevaba funcionando día y noche desde hacía varias décadas. El reportero Mike Dunstan, del “Livermore Herald and News”, realizó una investigación hablando con bomberos jubilados de más de 90 años, los cuales confirmaron que la bombilla estaba funcionando desde 1901.
La biografía de la bombilla no puede ser más exhaustiva. Fue fabricada en la Shelby Electric, Ohio, en 1895; la potencia es de 60 W; el filamento, ocho veces más grueso que el de una bombilla actual, es obra de Adolphe Alexandre Chaillet, y está hecho de un material semiconductor, con lo cual conduce mejor la electricidad al calentarse. Este tipo de bombillas eran fabricadas a mano, mediante soplado, cosa impensable hoy con nuestro sistema de producción en masa.
Solo dejó de alumbrar en unas cuantas ocasiones, debido a cortes de corriente o cuando fue trasladada a otra estación. En esta oportunidad, para no dañarla, se cortó el cable en lugar de desenroscar el casquillo. El singular objeto es tratado como una joya. En 2001, cuando cumplió un siglo de vida, el pueblo de Libermore organizó una gran fiesta y le cantaron el “cumpleaños feliz”. El pueblo americano es así de ingenuo y sorprendente. La imagen de la bombilla encendida se puede ver en Internet, en tiempo real, las 24 horas del día.
Aunque las bombillas se llevaron la palma, la obsolescencia programada afectó a otros productos tan dispares como los coches o las medias de nailon.
Con la crisis de 1929 el paro, en Estado Unidos, llegó a alcanzar el 25%. Para mover la economía y sacar al país de la depresión, Roosevelt puso en marcha el plan New Deal, a base de grandes inversiones en obra pública. Era necesario que la gente pudiera comprar para mantener la economía. Es entonces cuando desde Nueva York llega –esta vez sin secretos— la propuesta de fabricar productos con fecha de caducidad. La idea la presentó un judío inmobiliario multimillonario llamado Bernard London. Sugería el magnate que para salir de la depresión había que hacer obligatoria la obsolescencia programada. Era la primera vez que el concepto aparecía por escrito. London proponía que todos los productos tuvieran una fecha de caducidad, a partir de la cual se considerarían legalmente muertos. Los consumidores deberían devolverlos a una oficina del gobierno para su destrucción, y si alguien no cumplía la norma se le impondría una multa. London creía que con este sistema, las fábricas continuarían produciendo y los consumidores comprando. La propuesta no cuajó y nunca llegó a ponerse en práctica.
Sin embargo, la idea siempre estuvo de manera persistente en los grandes diseñadores del consumismo, que habían acuñado la frase: “Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”.
Las medias de nailon también sufrieron los ataques de la obsolescencia. Las primeras que se fabricaron eran irrompibles y así se publicitaban, pero no hubo negocio hasta que los fabricantes, de mutuo acuerdo, decidieron hacer el tejido más frágil para que las típicas carreras fueran cosa normal en las piernas de las mujeres.
Henry Ford padeció los estragos de fabricar un modelo único de coche que cumpliera las expectativas del usuario. Fue el modelo Tera, un automóvil resistente y duradero que sacrificaba la estética en aras de otras cualidades prácticas. Dicen que era ruidoso y que no era del gusto de las mujeres, pero para los hombres era como un tanque.
A principios de los años veinte, la mayoría de los coches del mundo eran Ford Tera. Para superar a Ford, la General Motors apostó por una estrategia diferente. En lugar de fabricar el nuevo Chevrolet tan fiable y duradero, decidió poner su objetivo en la estética y sacó a la venta un coche un poco más barato que el Tera. Y como era mucho más “cuco” y gustaba a las señoras, fue un gran éxito de ventas. Ahí empezó la apuesta de sacar un modelo por año, de diferentes tamaños y colores. El objetivo era que el usuario renovara el coche cada tres años. A Ford no le quedó más remedio que suspender la fabricación de su irrompible Tera y adoptar el nuevo modelo de producción.
En los años cincuenta, la obsolescencia programada resurge, pero con un aire distinto. No se trata de obligar al consumidor a desechar lo viejo, sino de seducirle para que compre y necesite continuamente lo nuevo. De esto se encargarían las campañas de publicidad.
El diseñador Brooks Stevens fue uno de los impulsores de una nueva forma de concebir el bienestar. Fue el promotor de un tipo de obsolescencia, no por caducidad del producto, sino por adicción del consumidor a tener cosas nuevas. Así empezó la dinámica de la moda y las tendencias, del usar y tirar, del no retornable, del comprar por comprar como una especie de tic.
Este sistema tiene sus efectos perniciosos medioambientales. Solo la informática genera toneladas de residuos, que se envían a naciones del Tercer mundo. El país africano de Gana tiene varios cementerios de este material de desecho del mundo rico. Las leyes internacionales prohíben enviar estos residuos contaminantes, pero, como quien hizo la ley hizo la trampa, se envían como material reciclable, colocando unos cuantos aparatos que funcionan en la parte visible del contenedor y camuflando debajo toda la chatarra. Esto no se conseguiría sin la corrupción de los empleados de aduanas de los países emisor y receptor. Lo cierto es que no hay que ser un experto ecologista para concluir que no se pueden generar residuos infinitamente en un planeta de recursos finitos.