Laureano Benitez Grande-Caballero: «El motín de las mascarillas de Esquilache»

Laureano Benitez Grande-Caballero: "El motín de las mascarillas de Esquilache"

Entre el 23 y el 25 de marzo de 1766 estalló en Madrid el llamado «Motín de Esquilache», en el cual se aunaron la protesta por la carestía de los productos básicos de primera necesidad, y la contestación a la política reformista de la primera etapa del reinado de Carlos III, encarnada por el ministro italiano Esquilache. Una de estas reformas consistía en eliminar de la vestimenta de los madrileños las largas capas y el sombrero de ala ancha, objetando que favorecían el bandidaje y el crimen. Los amotinados pidieron, además de la bajada del precio de los principales comestibles, la caída del italiano y que desaparecieran los extranjeros de la administración. Por supuesto, también exigía que se revocaran las ordenanzas en contra de la vestimenta tradicional de los madrileños: lo consiguieron.

En aquellos tiempos los insurgentes no tenían a su disposición la tecnología de las redes sociales, con sus consignas virales de trending topics, #hashtags, tuiterío filibustero, y miríadas de #pásalos. Sin embargo, las crónicas afirman que en el motín participaron unas 30.000 personas, una barbaridad, si se tiene en cuenta que en Madrid vivían solamente 150.000.

El motín fue un éxito completo, pues provocó el destierro de Esquilache, y que no faltara en pan entre los abastos. Desconozco si la insurrección popular fue acaudillada por algún #YosoyEspartaco, pero ahí brilló con luz propia el ardor guerrero de la bravía raza española, esa que hizo desistir a Hitler, entre otras cosas, de invadir España durante la II Guerra Mundial, y que explotó épicamente el 2 de mayo de 1808.

Hoy, al cabo de más de 200 años, esa raza temida y temible agoniza en un estercolero infecto, en un carnaval hediondo, pues ved por todas partes el espectáculo lamentable de una población sometida a la humillación de llevar el rostro borrado por las malsanas mascarillas, que maltratan la salud al igual que las almas, convirtiendo a las multitudes en anónimos hellokitties sin boca, sin dignidad, sin hombría, sin honor…

¿Cómo describir a estos seres que deambulan de acá para allá, siendo bufones del globalismo, patéticos arlequines del Señor de las Moscas, que ensaya el grado de cobardía de los humanos, calibrando así la actitud que las masas ovejunas tendrán cuando vengan las vacunas, los chips, los 666, que les marcarán como el ranchero marca a su ganao, como quien sella las mercancías que le pertenecen.

Señores del Gobierno, ¿reamente creen que hacía falta una ley que hiciera obligatorias las mascarillas ―siempre que no se garantice la distancia de 1,5 metros, por si algún descerebrado aún no lo sabe―? Desde que comenzó este circo viral, las masas ya la llevaban de manera compulsiva, obsesiva, enfermiza, hipocondríaca, aun cuando los borregos estuvieran solos en calles, plazas, parques, jardines y bosques… aunque estuvieran dentro de sus vehículos, sin necesidad de ninguna ley.

Ahora, esas malsanas mascarillas son un juguetito, una prenda de moda, un aditamento diver, que la gente lleva como si fueran gorraspatrás, con colorines y diseños incluso, porque les mola que les tapen la boca, que les amordacen, pues el bozal ―que ni siquiera llevan los perros― significa realmente la orden de «¡Cállate!», no protestes, no te quejes… aunque su verdadero valor simbólico es la zombificación, la cosificación, la ovejunacion, convertir a los que la llevan en los esclavos del NOM.

Bondad graciosa, que la misma OMS recomiende que no deben llevarse sino en circunstancias especiales, que responsables sanitarios españoles desaconsejaran también su uso cuando la plandemia estaba en su apogeo, que ni siquiera hubiera para los sanitarios, y ahora, cuando ya ha pasado el fragor epidémico, se imponga su obligatoriedad, y la gente tan contenta.

La estrategia luciferina está clara, pues consiste en que, una vez que ya no se puede manipular a las masas con el miedo de los miles de cadáveres y contagios, hay que seguir manteniendo vivo el pánico, el pavor, con lo cual se asusta a los rebaños con amenazas de rebrotes, de nuevas olas ―¡viene una ola!, que dirían los Hermanos Calatrava―, de que no hay que bajar la guardia, que el virus no ha perdido fuerza… Y, claro, cuando las dulces ovejitas ven el espectáculo dantesco de la gente enmascarillada, su subconsciente recibe la fuerte impresión de que hay peligro, amenazas a la seguridad, de que no hay normalidad, de que algo no va bien, de que una garra siniestra te puede agarrar por la garganta y reventarte los pulmones, entre estertores sanguinolentos.

¿Para qué necesitan el miedo los draculones gubernamentales? En primer lugar, para usarlo como pretexto para seguir con su dictadura aplastante y asfixiante; y, en segundo término, para crear a las masas una situación tal de tortura, de desesperación, de no-vida, que presten sus brazos ansiosamente a la vacuna satánica que ya tienen en su canana, y entreguen su mente alegremente al chip que arrasará sus cerebritos, en la creencia de que esto les hará volver a la normalidad que tenían antes del virus.

Toda la debacle económica, el horror dictatorial, la hecatombe de un mundo cerrado, arruinado y devastado, echado a infames tostaderos… toda esta basura vírica va encaminada a hacer que las muchedumbres enmascarilladas se entreguen gozosas a la vacuna-chip. Fíjense lo que habrá en ella, que han puesto el mundo patas arriba para forzarnos a su aceptación; fíjense qué objetivos importantísimos para el NOM habrá en ella, que es el horizonte de todo este apocalipsis.

Pero realmente el tiro les puede salir por la culata, porque veo a los borregomatrix tan felices con su bozal ―incluso he visto a niños de dos y tres años con él puesto―, que preferirán seguir con él, presumiendo de modelito, antes que ponerse una vacuna que les privará de su disfrute.

Confieso que yo no llevo mascarilla: en la calle porque, según la ley, no son obligatorias si se garantiza la distancia de seguridad; y en los centros comerciales porque tengo problemas respiratorios, pero he tenido algún incidente con los vigilantes de seguridad, cuando les digo que, en un centro de inmensos pasillos semivacíos, esa distancia se garantiza, con lo cual esa empresa está incumpliendo la ley, siendo ilegales esas disposiciones. A pesar de que la normativa no me afecta, he presentado reclamaciones, y, de seguir así esta dictadura, ya he contactado con abogados que están presentando recursos judiciales contra las mascarillas.

Por cierto, ¿dónde están las voces de los médicos advirtiendo de la peligrosidad de las mascarillas? ¿No se supone que deben velar por nuestra salud? ¿Por qué ese silencio cómplice, sabiendo como saben que las mascarillas son un atentado a nuestra salud y que, además no hay ninguna circunstancia que la justifique en la actualidad? También he escrito a los Colegios Oficiales de Médicos, pero responden con evasivas y, cuando les insisto, ni responden.

Y así estamos, abandonados como perros solitarios ―solo que con bozal―, dejados de la mano de Satanás por médicos, por policías ―que multan y amenazan con delectación― por politicastros amandilados y amamantados por el NOM, por jueces incapaces de dar calabazas al Gobierno, por medios de comunicación por donde se pasean los dragoncitos rojos ―mascotas de quien ustedes ya saben―, y, sobre todo, somos un pueblo abandonado por él mismo, revolcándose entre mascarillas, distancias, drones, cámaras, vigilantes, geolocalizaciones… un pueblo que disfruta en este «mundo feliz» donde nos ha metido un virusillo de pim-pam-pum.

Mundo feliz donde, según dijo su creador, el repelente e inquietante Aldous Huxley: «La dictadura perfecta tendrá la apariencia de democracia, una prisión sin muros en la que los prisioneros nunca soñarán con huir; un sistema de esclavitud donde, gracias al consumo y la diversión, los esclavos amarán su esclavitud».

Como aman su mascarilla, símbolo de su esclavitud.

Fútbol, Netflix, terracitas cerveceras, mucha tele, inmenso vacío espiritual, adoctrinamiento salvaje desde la infancia, fumigaciones, hormonas en lo alimentos, química en el agua, fracaso escolar, paguitas por-no-hacer-nada… Ya no somos la ínclita raza ubérrima, ni los espíritus fraternos, ni las luminosas almas de antaño, que se amotinaban por un quítame allá esas capas… No: hoy este pueblo antaño gallardo y valeroso ama sus cadenas, suplica por ellas, va canturreando a las chekas, a los gulags, a los campos de concentración sonriendo ―aunque no se les vea, por las mascarillas―.

Hubo un conato de motín con las algaradas provocadas por las concentraciones de la madrileña Núñez de Balboa, pero quedó en agua de borrajas… el otro día hubo una concentración en una plaza de Madrid contra los bozales, en la que se gritó «¡Bill Gates a prisión!», pero de ahí no pasó el asunto.

Del «Motín de Esquilache», a las masas que besan sus cadenas y sus mascarillas: Sic transit gloria Hispania.

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