Los políticos de ahora suelen coincidir en una promesa reiterada a los posibles electores: más y mejores ayudas del estado del bienestar. Pero no suelen aclarar y concretar a qué tipo de bienestar se refieren. Después de votar, los ciudadanos se enteran de que no es un bienestar integral, sino reduccionista, referido solamente al bienestar material. Se omite así el bienestar mental, emocional y social mencionados por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1947.
Lógicamente, ese fraude decepciona a los ciudadanos, pero como todos los partidos incurren en él, es un problema sin solución, salvo que la sociedad civil se decida a ofrecer alguna alternativa.
La cultura del tener no colma las aspiraciones más hondas del ser humano; favorece el aburguesamiento, pero no la felicidad, pues esta sólo se percibe cuando uno puede ser lo que está llamado ser. Frente a la predominante cultura del tener que genera exclusión y discriminación, hoy urge reivindicar la cultura del ser.
Vivimos hacia afuera. Nos importa más nuestra imagen exterior que nuestro interior. Tenemos una asignatura pendiente: vivir hacia dentro, mirarnos a nosotros mismos de manera crítica y constructiva. Sócrates afirmaba que para el ser humano no tiene sentido vivir una vida sin examinarla. La experiencia sin preguntas es una experiencia vacía.
El bienestar material como única meta genera un materialismo que no es menos dañino que el de las dictaduras comunistas. El primero es menos visible y nos hace más vulnerables, sobre todo cuando se mitifica considerándolo factor de felicidad.
Últimamente se está extendiendo la costumbre de comprar el último objeto fabricado, con una fe ciega en que nos ayudará a vivir y sentirnos mejor: sillones que dan masaje, almohadas que inducen al sueño inmediato, etc. Se trata de personas que asocian ciertas compras superfluas con la mejora de su autoestima y se aferran a ellas como a tablas de salvación. Sean o no conscientes de ello, intentan comprar la felicidad. Pero ese planteamiento no funciona: tras comprar el último y más caro artilugio del mercado se sienten inicialmente bien consigo mismas, pero cuando descubren que se están midiendo en relación con lo que han comprado y no por lo que son, desciende su autoestima.
Para Aristóteles la felicidad no está en lo efímero (las cosas y los placeres sensibles), sino en la vida honesta, conforme a la virtud; por eso aconsejaba vivir y obrar bien (eudaimonía), lo que exige llevar una vida austera.
La felicidad incluye cierto grado de placer y de bienestar material, pero estos dos factores no son, por sí mismos, fuente de felicidad. La felicidad es una realidad espiritual; por eso ningún materialismo ha logrado hacer feliz al hombre.
Se cuenta que paseando por el mercado de Atenas, sin comprar nada, Sócrates decía una y otra vez: “Me encanta ver cuantas cosas no necesito para ser feliz”.
Muchos siglos después, Gilles Lipovetsky (n. 1944) desmitificó el modelo de la sociedad del hiperconsumo, que atribuye la felicidad a la acumulación y goce de bienes materiales. Es obvio que existe alguna relación entre bienestar y felicidad, pero nunca deben confundirse. Se puede tener mucho bienestar y ser infeliz; también se puede ser feliz con pocos bienes materiales.
Reducir al ser humano a consumidor es simplificar y empobrecer su naturaleza. Además de homo consumens, es homo sapiens y homo ludens. La persona se hace más valiosa no por su capacidad de producir o de consumir, sino por su ser, por el carácter único de su naturaleza y de su existencia. Pero estas dimensiones del ser humano ni se promueven ni se ofrecen por las ideologías políticas, ya que son “filosofías” adulteradas y simplificadas para convertirlas en estrategias de reclamo electoral. Un mitin busca persuadir no con ideas sino apelando a las emociones por medio del eslogan (frase breve, expresiva y fácil de recordar que se utiliza en publicidad comercial y en propaganda política).
En un mitin suele haber monólogos sucesivos en los que se repiten frases que empiezan así: “Es indudable que…” No cabe el coloquio, porque a alguien se le puede ocurrir preguntar por qué eso es verdad. Aunque siempre queda una escapatoria: responder con otra pregunta de forma cansina y sin esperar respuesta: “¿qué es la verdad?” (Pilatos dixit).