Los atentados del 11-M marcaron un antes y un después. Aparte de llevarse muchas vidas, los trenes arramblaron cosas menos tangibles e invaluables que habían configurado nuestra idiosincrasia como sociedad asentada en los valores del humanismo cristiano. Es cierto que los amagos venían de atrás, de décadas, incluso siglos, con discretas, y a veces no tanto, reivindicaciones por parte de grupúsculos laicistas, y mucha labor subterránea nocturna y silenciosa.
El golpe de Estado que catapultó a Zapatero a la Moncloa supuso el inicio del gran experimento de transformación de la sociedad en varios ámbitos, sobre todo el moral, a través de la ley de memoria histórica, las políticas de género y la instauración de la Cultura de la muerte. Matar se hizo legal por decisión de unos cuantos magistrados acomplejados y vendidos, para servir a una tropa de descerebrados mentales que proyectaron sus frustraciones en leyes ad hoc para satisfacer sus egos.
El eufemismo y la corrupción del lenguaje, bajo el paraguas de la mentira, se impusieron al sentido común, a la honradez y a la verdad, a la vez que se iba perdiendo la conexión con lo sagrado. Iniciada la pendiente resbaladiza, lo demás vino solo, y en esto nos hemos convertido: en una sociedad corrupta, de autómatas de proteína, sin criterio, de borregos a la orden de los pensadores oficiales que no podemos ponerles cara, porque estas se esconden tras siglas de institutos y corporaciones que ni siquiera sabemos que existen o, de saberlo, tenemos una idea errada de sus objetivos.
Estamos enredados en una mentira monumental de carácter global, de la que son cómplices, no solo el Gobierno socialcomunista con su psicópata presidente, su no menos psicópata vicepresidente, sus adláteres etarras y sus ministras horteras y machas, sino la oposición de la derecha que no sabe dónde está parada, no quiere saberlo, o puede ser que también esté tocada por la mano del Adversario, ya me entienden. Con gran pesar, debo decir que incluso la Iglesia –me refiero a la jerarquía— juega en el bando de los malos, dejando pasar la oportunidad de ser apóstol de la verdad y la libertad. Y, por supuesto, las instituciones y los medios de comunicación al completo. Al completo, sí. No hago distinción, porque solo se diferencian en pequeños matices, importantes en tiempo de paz, pero no cuando estamos librando la guerra más importante de la humanidad. Una guerra entre una élite globalista minoriataria de gente desalmada, ambiciosa y perversa, cuyo recuerdo de algunos de sus vicios induce al vómito, y una humanidad zombificada y cada vez más anestesiada por las estrategias políticas y mediáticas. La desinformación oficial es la artillería y las bombas de racimo de la batalla que estamos librando, en la que nos jugamos no un rey ni un territorio, sino nuestra salud, nuestra libertad e incluso nuestra naturaleza humana.
Esta epidemia está dejando al descubierto la corrupción del sistema en general y, muy en concreto, la gestión de la salud mundial. En estos momentos está prohibido hablar sobre los peligros de la red 5G, y hay orden de retirar de Internet todo lo que contradiga la versión oficial. Relacionar las frecuencias de la red 5G con el coronavirus es casi motivo de cárcel. Se pide un debate público, pero todos callan. En el Parlamento, ni se nombra. ¿Es tan difícil entender que si el electromagnetismo daña el sistema inmunitario somos mucho más vulnerables ante los virus? Está demostrado, aunque no por los científicos pagados, sino por profesionales independientes. ¿Por qué se censura toda la información sobre la eficacia del dióxido de cloro? Están dejando morir a gente, porque no interesa en el mercado un producto que es casi gratis y que además no se puede patentar. No me consta que los medios de comunicación hayan dicho, al menos una vez, que durante esta epidemia se está vulnerando sistemáticamente la Declaración de Helsinki, que capacita al médico para probar un medicamento no aprobado. Esto sí que es de juzgado de guardia. La ciencia es avance, no inmovilismo dogmático. Pero los intereses, igual que en tiempos pasados cuando se condenó a Galileo y a tantos otros en la actualidad, son los que deciden. Decir que la sanidad está vendida a la industria farmacéutica no es nada nuevo. Y que los Colegios de Médicos y los laboratorios se llevan muy bien, o demasiado bien, tampoco. El asuntillo de los regalos, viajes y congresos “por portarse bien con el laboratorio” está denunciado por los propios médicos. En el fondo, por noticia o por rumor, todo se sabe, pero se silencia. ¡Qué rentable es el dolor de los enfermos! Y mientras esto ocurre, la sociedad duerme soñando una siniestra pesadilla.
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