Otro mundo ha de ser posible. Hay que gestarlo. En esta empresa hemos de estar todos, trabajando a destajo si es preciso. Justamente; cada vida, por muy minúscula que nos parezca, ha de contribuir a mejorar el ambiente. Despojémonos de esa enemistad. Tenemos que entendernos, armonizarnos, comprendernos, revivirnos unos en otros, y cada cual debe ser parte de la existencia del otro. Para las Naciones Unidas, el 2020 ya estaba destinado a ser un año diferencial, en cuanto al engranaje de la escucha y el mecanismo de aprender; y, así, para conmemorar su setenta y cinco aniversario, se ha invitado a millones de personas de todo el planeta a conversar sobre la construcción del futuro armónico que deseamos. Naturalmente, querer es poder, y a pesar de que el COVID-19 nos conmueve y agita, también nos recuerda, que para ganar esta nueva lucha contra la peor crisis de salud pública de nuestro tiempo, se requiere trabajo conjunto, espíritu cooperante en suma. Un mundo coaligado comparte ideas y reparte entusiasmo; algo innato que, además, forma parte de nuestra supervivencia como tal. Por eso, hacer realidad la propuesta de la ONU de “forjar la paz juntos”, celebrando de este modo el Día Internacional de la Paz (21 de septiembre), me parece una buena costumbre, sobre todo para hacernos estimar, mediante la compasión y el impulso de la esperanza, frente a la pandemia o esa atmósfera que esparce odio y venganza, pues lo importante es que se cotice el respeto en nuestras miradas y la consideración hacia toda caminante. Sin embargo, cuando la desconfianza y el recelo nos desbordan, es imposible relacionarse armónicamente y el riesgo de terror aumenta. Urge, en consecuencia, aprender a vivir absolviéndose, comprometiéndose de veras, pues no hay conciliación sin reconciliación; y, aún menos, sin compromiso con uno mismo y con el ambiente.
Tiene que ser posible, pues, otro mundo más humano, al menos para que cesen las constantes hostilidades. Hay que poner la clemencia como modo de vida. Desterremos el rencor de nuestros abecedarios internos. Propiciemos el encuentro, no el encontronazo; atenuemos actitudes soberbias que nos dejan heridas profundas. El ser humano debe de repensar sobre sus vicios y actitudes. También los gobernantes han de escuchar más a la gente. Prevalezca el diálogo auténtico sobre el fanatismo. Asimismo, hemos de cultivar el espíritu responsable. De lo contrario, quizás no merezcamos siquiera vivir. A propósito, me quedo con aquel proverbio ruso que dice: “si cada uno barriera delante de su puerta, ¡qué limpia estaría la ciudad!”. En efecto, el verdadero hombre pensante, crece y aprende, descubriéndose así mismo, sabe que es el principal responsable de lo que le sucede, e intenta modificar comportamientos. De ahí, lo transcendente de esta época que nos ha tocado vivir, con la fuerza transformadora de la unión entre culturas diversas. La paz llegará a nuestras vidas si en verdad nos donamos, conciliamos actitudes, construimos continentes y mares que nos fraternicen, pues nadie puede llegar a ser feliz si no asume ese aire comunitario que es el que nos pone alas, y así, poder salir de este círculo vicioso de enfrentamientos permanentes. Cuando se pierde la humanidad, todo se deshumaniza y pervierte, lo esperanzador es que cada día cohabite más gente comprometida, no sólo trabajando como deber, sino con verdadera pasión para que cada día sea una jornada más de quietud e ilusión en nuestras andanzas. También será bueno hacer memoria y reavivar opciones de concordia.
Desde luego, nunca es tarde para unirse y reunirse a favorecer resoluciones pacíficas en los conflictos. Los lenguajes, tal vez tengan que amasarse desde el corazón, que es el que tiene la capacidad de enmendarse. Las propias luchas representan ejemplos arduos e impresionantes de las violaciones de los derechos humanos; y, aunque nos costa, que la protección y promoción de los derechos humanos son parte indispensable de las misiones de paz de las Naciones Unidas, si que debiéramos entre todos, cuando menos ser más sensibles con aquello que nos rodea y también entre nosotros ser más pacíficos. No hay mejor forma de resistencia que trabajar juntos para hacer frente a la intolerancia. Tampoco hay mejor manera de practicar la entereza que acogerse y recoger el lenguaje de la no discriminación y la aceptación de los refugiados y migrantes. El puente de la vida se reconstruye donando vida. Reconciliemos, el miedo en esperanza, con la cultura de la fraternidad como horizonte. No hay otro modo de hacer frente al clima de guerra y violencia, de los unos contra los otros, que caracteriza a la sociedad contemporánea. Evidentemente el verdadero conocimiento y la auténtica libertad se hallan en ese espíritu generoso, siempre dispuesto a dar aliento. Quizás sea saludable, que esta nueva solidaridad basada en el amor verdadero, forme parte siempre de cada cual, además de ser latido permanente de nuestro compromiso por el bienestar de nuestros análogos. Sin duda, uno de los grandes problemas que vemos ahora en el mundo es la ausencia de ese ánimo solidario. Nada se vence sin una genuina solidaridad global, tampoco esta atmósfera de incertidumbres que nos acorralan. Lo armónico llegará a nuestro mundo, cuando sus moradores se impliquen en asistirse mutuamente. No es aceptable tanta dejadez. Siempre hay que estar en aptitud de echar una mano, lo que requiere fuerte dosis de paciencia y confianza, para romper estas cadenas inhumanas que nos destrozan a todos, más pronto que tarde.