Brujas era su próximo destino. Aunque en el imaginario colectivo la palabra “brujas” se identifica con seres legendarios que vuelan en escobas, hacen aquelarres y cocinan pócimas mágicas en sus calderos humeantes, rodeadas de gatos negros y sapos, la etimología del nombre de la ciudad belga es la palabra bryggia que en noruego antiguo significa puente, en alusión al gran número de estas construcciones sobre los canales, lo que la ha hecho merecedora del título de la Venecia del norte.
Sopesaron la idea de comprar un go pass, una especie de bono de tren que permite recorrer trayectos sin tener en cuenta la distancia pero, al fin, apostaron por la seguridad y optaron por algo tan poco original como un tour organizado. El clima les brindó su mejor día y pudieron emborracharse del encanto que ejerce la urbe sobre el visitante. Los edificios a dos aguas con sus fachadas de filigrana irradian y muestran el esplendor de tiempos pasados. El paseo en coche de caballos por las viejas calles adoquinadas es una delicia. Desde los canales que rodean la ciudad se contemplan románticas estampas de palacios, viejos molinos y las casas típicas mirando al agua. Es un deleite caminar por el casco viejo y detenerse en cada rincón; o alquilar una bicicleta y pedalear por las calles típicas, cuidándose, eso sí, de una gran serpiente viviente llamada tranvía que, al menor descuido, engulle a los incautos sin el menor remordimiento.
Brujas fue en la Edad Media una de las urbes más ricas del Viejo Continente. En la actualidad, es la ciudad medieval mejor conservada de Europa, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año 2000.
No están faltos de razón quienes califican a Brujas como un museo vivo y una ciudad de cuento de hadas. Destacan los edificios de la Plaza Mayor, como el Palacio Municipal, sede del gobierno de Flandes Occidental. La construcción más emblemática es la iglesia de Nuestra Señora, con su campanario gótico, una torre de más de trescientos escalones y una escultura de la Virgen y el Niño, de Miguel Ángel, en el interior.
En el césped verde de los parques y nadando en el río retozan los cisnes de plumas blancas, sabiéndose seres privilegiados. En el siglo XV hubo una revuelta y decapitaron a un alto dignatario cuyo escudo de armas llevaba una de estas aves. Cuando acabó la refriega, con el fin de pagar el crimen, Maximiliano de Austria ordenó que se alimentara a los cisnes. Así se convirtió el animal en la mascota de Brujas.
No tuvieron tiempo de visitar los museos y se comprometieron a volver, sobre todo, para pasar varias horas en el Groninger, que acoge obras de Van Eyck, Memling, Petrus Christus, Gérard David y otros primitivos flamencos.
La pintura es una de las aficiones de Clara, pero le gusta la contemplación serena de la obra de arte. Pasó muchas horas en el Museo del Prado. Hubo un tiempo, antes de la gran reforma, en que con los ojos cerrados era capaz de visualizar mentalmente cada cuadro en su lugar de la pinacoteca. Durante varios años estuvo yendo dos o tres veces por semana, y también asistía a las conferencias de los sábados por la tarde y a cursos de pintura en el propio museo. Allí conoció al antropólogo Julio Caro Baroja. Le interesaban los temas que él trataba sobre mitos y heterodoxia española. También hablaban de pintura, y él le descubrió la razón profunda de por qué ella sentía fascinación por El paso de la laguna Estigia, de Patinir. La atracción inconsciente, según el antropólogo, era porque en el cuadro están representados los cuatro elementos pero, sobre todo, porque hay agua por todas partes, la base primordial de la vida, y también está presente la muerte y el viaje al más allá. Clara se quedó muy conforme con la explicación.
Brujas es una ciudad muy relacionada con la Ruta Jacobea. En 1985 un monje del Monasterio de San Andrés de Zevenkerken creó la Sociedad Flamenca del Camino. Estando tan lejos de casa, era emocionante ver las vieiras en el suelo y en los muros contiguos a las iglesias.
Al final del día pensaron comprar chocolate para sus familias y amigos de España, pero desistieron porque tenían más de un mes por delante y corrían el riesgo de que se derritiera, como el que Clara suele llevar en la guantera del coche que, casi siempre, se dobla y se pega al papel de plata. Así que compraron solo para ir consumiendo unos días.
Clara estaba consiguiendo un material de primera para sus proyectos. Día a día iba organizando las notas del Moleskine y sus textos. Ya visualizaba el libro que iba a preparar a su regreso, con los lugares del itinerario. Aún no había decidido si plantearlo como un libro impersonal, o bien dotarlo de alma. En este caso tendría que añadir sentimientos y sensaciones, lo cual no estaba mal como catarsis, pero no le apetecía mucho exhibir su alma desnuda en el escaparate del mundo.
(De mi novela El Códice de Clara Rosenberg, La Regla de Oro Ediciones, Madrid, 2016).