OPINIÓN

F. A. Juan Mata Hernández: «Si yo fuese ateo le pediría ayuda a Dios para creer»

F. A. Juan Mata Hernández: "Si yo fuese ateo le pediría ayuda a Dios para creer"

Pero de momento eso no será necesario, porque ya creo en Dios. No concibo la complejidad del universo que estamos empezando a conocer, y la de otros muchos que pudieran existir, sin una Inteligencia creadora, un ser supremo hacedor. Y, en fin. Equivocado o no, eso es lo que siento.

Cuando Manolo y otros de mis amigos más cercanos discrepan y afirman que si Dios existiera habría que matarlo, y argumentan para decirlo que Él tolera que haya seres malvados. Cabría argüir que olvidan que todos los imperios, no importa si son del bien o del mal, se extinguen como hojas de árbol en otoño, y los pueblos que oprimieron lo aceptan con resignación, sin aspavientos; con la certeza de que, bien pudiera ser, que llegara después un tirano peor que el que murió. Porque situaciones como esas son consecuencia del libre albedrío que Dios concedió al hombre.

«En cierto sentido hay algo que podría ser difícil incluso para Dios, no porque Él no pueda hacerlo, sino porque Él no querría hacerlo… » No coartar nuestra libertad. (Tertuliano, Contra Praxeas, Capítulo X).

La historia del Dios de los hombres es la propia historia del hombre

Vemos en la historia de la humanidad que el mal que sobreviene periódicamente nos lleva a personificarlo en algo negativo opuesto a Dios, un ser que en la cultura asirio-babilónica se denominó «satán» (el enemigo). Así comenzó una forma de religión dualista que realzaba la contradicción entre los principios del bien, creador, y del mal, su adversario dispuesto a destruir el orden creado. Los griegos llamaron a esa substancia «diabolos» (hipócrita). Un término muy adecuado para calificar hoy como diablo a tanto hipócrita.

Con la doctrina cristiana, tras la resurrección de Jesús, se enfrenta la muerte biológica con la inmortalidad del alma, pues nos trae el mensaje de que la materia que muere no supone el fin de la existencia, sino la puerta hacia un tránsito final y glorioso de la vida humana. El cristianismo acaba con el temor al mundo de tinieblas que se asociaba anteriormente con la muerte, y es la raíz espiritual y filosófica de nuestra cultura occidental.

Todas las religiones condicionan la esperanza de otra vida a la observancia de unos preceptos en esta. Muchos pueblos hicieron de esos preceptos su Ley ante el temor de no poder alcanzar la salvación si los incumplían. Pero es fácil comprender que nadie puede cumplir íntegramente todas las normas aunque lo deseara sinceramente. ¿Qué se podía hacer? Pues bien, el cristianismo trajo un Dios vinculado al hombre con el amor de un Padre de todos. Un Padre divino sin dejar de ser humano, que nos permite equivocarnos pero nos acoge después, como aquel que abrió sus brazos ante su hijo pródigo.

¿Si es un padre de todos, por qué decimos «Extra Ecclesiam nulla salus»?:
Desde que San Cipriano proclamara en el siglo III el dogma católico «Fuera de la Iglesia no hay salvación» como se refleja en el Credo Niceno, muchos han sido los debates teológicos sobre la interpretación que debería darse a esa frase. Yo me quedo con la exégesis actual que explica así la máxima: “quien busca a Dios de corazón e intenta hacer lo que le dicte su conciencia, puede conseguir la salvación eterna”.

¿Es mejor ser creyente o ateo?

Ser creyente o ateo no es bueno o malo en sí mismo. Conozco a personas extraordinarias que no creen en Dios pero viven pendientes de los demás, y sin embargo muchos, que orinan agua bendita, solo se ocupan de sí mismos.

En la vida no siempre podemos entender por qué otros son como son. Quizá hasta sea mejor que no los comprendamos porque todos tenemos una mochila que conforma nuestro carácter, con multitud de vivencias difíciles de percibir. Así pues, cabe admitir que aunque no la aceptemos, no supone que no tengan sentido ni que fuera sensata su opción. Su realidad y la nuestra, ambas, pueden ser válidas; y están afectadas de un modo inconsciente por nuestro modo de observarla, porque estamos entrelazados con ella.

Es razonable pensar que se pueda llegar a Dios por muchos caminos. Dudar que la senda que han elegido otros sea la correcta no debiera ser óbice para obtener la gracia. El otro tiene derecho a ser otro y no se le debe juzgar y menos condenar por serlo. Tan solo significa que nosotros no conocemos en profundidad todas sus circunstancias.

“La duda es parte de la fe y, además, una parte muy saludable. Una de las cosas que he descubierto con los años es que ayuda más a la gente saber que tú también tienes dudas que pensar que lo tienes todo claro…” (José María Rodríguez Olaizola, S.J. Vida Nueva. 2020).

Si hiciésemos una encuesta sobre los motivos que aducen las personas para no creer en Dios, en la mayoría de ellas hallaríamos razones próximas a las que reclamó el apóstol Tomás en el Cenáculo, cuando dijo que no creería hasta que se le presentaran evidencias irrefutables, como palpar las llagas del Señor. No dudo que solicitar argumentos para descubrir a Dios a través de la razón, fuera un camino equivocado, pues todos, a fin de cuentas, movemos nuestra voluntad cuando entendemos que la opción es razonable. Pero, dependiendo de lo exigente que sea nuestra mente, podría tardar o no llegará nunca la voz que nos haga caer del caballo como a San Pablo en el camino de Damasco.

Más para mal que para bien, vivimos en una etapa materialista que margina la filosofía. Hoy ni tan siquiera los cristianos buscamos la interpretación de los teólogos sobre los misterios de la vida, y quizá por ello estemos anclados aún en viejos dogmas. Nuestro mundo vive encerrado en batallas mediáticas de contenido, la mayor parte de las veces, insustancial, y poco interés despierta el valor intelectual, vital y existencial de la fe. Dice el refrán que “sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena”, así que, salvo una catástrofe inminente, sería milagroso que por el camino de la razón se despejen las dudas de fe en muchos ateos. Instinto de supervivencia sería eso.

Pero nos queda la esperanza. Toda persona, no importa si es creyente, agnóstico, o ateo, está cerca de Dios cuando recuerda con amor a tantos compañeros del viaje por la vida, aun cuando ya se hubieran apeado de este mundo o residieran en una estación lejana. En la sonrisa franca y amable que ofrece amistad y acogida. Cuando se interpreta la espiritualidad con sentido de unidad fraterna. Si se ama, llora, y siente la felicidad o el dolor de otros como propio.

Cuando esos sentimientos nos acercan a nuestro prójimo podríamos afirmar, parafraseando al jesuita José María Rodríguez Olaizola, que “eso que nos pasa dentro… tal vez sea Dios”.

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