La rueda de la vida sigue y se lleva un nuevo otoño. Sin señales aparentes en la naturaleza, llega el solsticio, la noche de la muerte del Sol, tan cantada y llorada por los antiguos. Amanece el invierno en silencio, sin campanas anunciadoras de lluvia de hojas. Con el otoño es distinto. Al otoño le abren paso las amarilis o azucenas de santa Paula, de un color rosa exultante y un perfume dulzón y delicioso. Llegan sin avisar, pero siempre vienen de la mano de los higos de san Miguel, de las castañas tempranas, de los membrillos y de los girasoles que maduran sus pepitas al sol lánguido de final de estación. Siempre me sentí atraída por los girasoles, pero un día descubrí el porqué, a través de la lectura sobre la proporción áurea, el número sagrado presente en todos los seres vivos y en la mayoría de los templos de todas las religiones. Esta aparece en la naturaleza y se manifiesta en el crecimiento de las plantas, las piñas, el ordenamiento de las hojas de un tallo, en la formación de las caracolas, en dimensiones de pájaros e insectos, ¡y en el cuerpo humano! Es la gran maravilla de la Creación.