OPINIÓN

Aunque se olviden del camino nos dejan su rumbo»

Aunque se olviden del camino nos dejan su rumbo"

«Cuando duerma, mi mente borrará todo lo que hice hoy. Mañana me despertaré…»
(Steven J. Watson, «Antes de irme a dormir»)

Manolo llegó al hotel de Sarria que constituía el punto de encuentro de aquel Camino de Santiago y nos saludamos en medio de las maletas y de los gritos de los peregrinos que aparecían por todos lados mochila al hombro, o, mejor dicho, sin apenas mochila porque el equipaje dormía en los coches de apoyo. Durante ese momento singular del primer día, tenía lugar en el Grupo de Amigos del Camino una escena de ilusión y recogimiento. Luis Ortiz, repartía los “libritos de oraciones” dirigiendo luego la plegaria matutina. Mi amigo Manuel Pérez Hernández, muy vinculado al movimiento católico de los “Legionarios de Cristo”, hizo esfuerzos por adaptarse al ritmo de los demás, y, cuando comenzamos a andar, su interés se trasladó al entorno, o, más bien, no parecía tener un objetivo aparte del de acudir como curandero y mozo de frutas en ayuda de cualquiera.

Salíamos de madrugada con la fresca para que el cuerpo se librara de los calores de agosto y me acerqué a él para presentarle desde la lejanía al resto del grupo. Los demás ya éramos viejos guerreros, pero él y su esposa, Esperanza, se incorporaban aquel año. En ese momento la mirada inquisitiva de Manolo parecía vagar entre los robles y a mí me pareció que le interesaban bien poco mis palabras.

–Tengo que confesarte algo– me dijo al cabo de un rato.
Dejamos que los demás se alejaran y caminamos pausadamente. Los rayos del sol naciente hacían extrañas incursiones que, para mí, asemejaban destellos de alarma, porque Manolo era un hombre callado de los que hablan más con sus obras que con las palabras. La conversación recayó entonces en una etapa anterior nuestra como compañeros de trabajo en una empresa de cobros, Ausyco, antes que la expansión de esa entidad le condujera a un puesto directivo en la Recaudación del Ayuntamiento de Salamanca.

–¿Te acuerdas de lo que me ocurrió aquel día que olvidé mandar la Cámara de compensación al Banco?

En ese momento alguien se acercó a pedirle una de aquellas peras que había ido repartiendo. Un peregrino extranjero que se expresaba por signos. Algunos pasos más allá, Manolo se detuvo y miró hacia el suelo en silencio.

– Claro que me acuerdo –respondí–. Menudo follón con la mierda de aquella Cámara. Pero cogiste un taxi y la llevaste a tiempo para que entrase en el mismo día.

–Pues me ha vuelto a pasar y cada vez con mayor frecuencia. A veces no soy capaz de recordar algo que estaba a punto de hacer ¿Te das cuenta del susto que os daría si ahora desapareciera por estos montes? Y puede que ni recordase cómo me llamo… No se puede uno volver viejo si se olvida cómo era de joven.

El resto del relato de aquellas jornadas está perdido en mi memoria. Parece que Manolo, a pesar de sus temores, no se perdió. Claro que tampoco prestó mucha atención a sus pies y sufrió terribles ampollas con la pérdida de algunas uña. Añado que, tan sólo unos meses más tarde, cuando le llamé para preparar la cita peregrina del año siguiente, me dijo: «Espero recordar esa fecha porque lo que te conté ha ido a más y no sé qué me pasa que lo olvido todo». Pero yo no le di excesiva importancia al comentario, volví a mis tareas y anoté a mi amigo y a su esposa Esperanza como participantes de la siguiente etapa. Serían los idus de enero del 2000.

La memoria nos abandona por múltiples motivos, en muchas ocasiones sin mayor importancia. El simple envejecimiento puede causar algo de olvido y es normal que nos resulte difícil aprender cosas nuevas o recordar las viejas. Pero, en general, no suele ir seguido de pérdidas drásticas de memoria. Y los motivos son tan variopintos que contemplan situaciones leves o graves, y que pueden tener causa en una simple borrachera, conmoción, infección, demencia, tumores cerebrales, incluso una depresión fuerte o hasta el temido Alzheimer.

Supe de su operación al poco de aquella singular conversación, y en unos meses el cáncer le ató a su cama inmovilizándolo hasta finales del verano cuando abandonó este mundo para estar ya junto un Dios que siempre antepuso a todo. «Prefiero cantar el “padre nuestro” mejor que el “Asturias patria querida”, doctor, porque yo soy más de iglesia que de bares», fue, posiblemente, una de sus postreras bromas, cuando le pidieron que hiciera un test de memoria. La rapidez de aquel proceso, un tumor que desafió y venció a los cirujanos, formó parte de la magia de la última etapa de su existencia; todo el mundo, hasta los que apenas le conocían más que como un aplicado sacristán, un hombre que brindó su casa como templo en tanto no hubiera otra, todos sentíamos que era un hombre bueno, confiable y superior, al menos en ese sentido, al hombre habitual. Su párroco dijo de él y yo lo suscribo: «Siempre discreto, siempre eficiente, siempre incondicional y siempre servicial sin condiciones. Y luego, como quien no ha hecho nada, quedando en el silencio, siempre en humilde segunda línea».
Ya ven que aunque uno pueda perder con la memoria toda la herencia de los hechos de una vida, el recuerdo de sus obras no desaparece, porque el rumbo que fijó estará siempre ahí, esperando a quienes quieran seguirlo.

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