OPINIÓN

Francisco Tomas Gonzalez Cabañas: «Marchemos»

Francisco Tomas Gonzalez Cabañas: "Marchemos"

Ya no nos representa el género, tampoco el lenguaje, ni nuestros sueños, deseos o pretensiones que siempre serán variables y dislocarán el uno en que nos constituimos. En este contexto de lo imposible, como seres gregarios, sin embargo, nos debemos una organización con sentido que nos brinde la seguridad real como normativa y la libertad plausible como legítima. La representación de quiénes nos gobiernan o nos representan, siempre ha sido lo analizado o analizable. Nos debemos preguntar y conjeturar más luego alguna respuesta, acerca de la mayoría gobernada o representada, en la categoría de horda que proponemos a decir de Paco Vidarte. Los que habitamos en posibles mayorías tenemos como horizonte primordial la supervivencia (sea la real por falta de recursos como la simbólica por tener cercenadas las libertades indispensables).

Al catalogarnos como pueblo, ciudadanos, miembros de lo colectivo o lo común, nos ocluyen la posibilidad de lo mínimo y lo básico.

El derecho a sobrevivir es lo prioritario y esta petición no puede ser representada o tutelada. Nadie puede considerarse habilitado como para tener detrás de sí la necesidad de vivir de otro y mucho menos, acrecentar su poder político por ello y con ello. Tampoco nadie impedirá que suceda en caso de que ocurra.

Y es que sucede y muy habitualmente. La representación como piedra basal de nuestro sistema político se encuentra afectada por tal anomalía desde hace tiempo.

La única cura o vacuna para evitar o mitigar el mal, es manifestar la condición en la que nos encontramos.

Marchar, manifestar, reclamar, exclamar, es condición necesaria, no suficiente, para que luego nos reagrupemos y nos volvamos a organizar.

Ese día, dejaremos de ser hordas y volveremos a ser pueblo. Imprescindible para que acontezca, es no sólo que marchemos, sino que pensemos y nos entendamos en nuestras nociones conceptuales más básicas y elementales, por más que para esto necesitemos leer, pensar y reflexionar, acciones denostadas por aquellos (junto a los cómplices por acción u omisión que palabras como estas no replican ni difunden) que nos quieren subsumidos a sus oscuros deseos y siempre quietos.

La representación es el acto constitutivo de los sistemas democráticos. La validez del mismo, ha generado a lo largo de la historia democrática, el ir y venir en el transcurso y decurso de la misma, estableciendo la legitimidad de las definiciones de personas o de grupos de la mismas, como circunscritas a la limitación de sus derechos como los esclavos o los vasallos, como los oprimidos, silenciados o marginados de un sistema que para legitimarse los necesita dentro, negándolos o teniéndoles entre paréntesis, en suspenso, en tiempo acotado, como sucede en la actualidad en nuestras democracias de raigambre representativa. El tiempo de validación de la representatividad, de la rúbrica institucionalizada es el momento electoral, instancia que ha sido sacralizada en las últimas décadas, producto de la irrupción “ipso facto” por parte de fuerzas del orden que impusieron a sangre y fuego un orden que ha sido más que estudiado, investigado y analizado en nuestra contemporaneidad. El teatro de operaciones en que se ha convertido un acto comicial, una jornada electoral, el día que informalmente la clase política y dirigente ha dado en llamar “la fiesta de la democracia”, pasa a ser el reducto en donde debemos trabajar a los efectos de contrarrestar la manifestación de procederes, acabadamente antidemocráticos como la prebenda, la dádiva o el usufructo de la necesidad de los representados para elegir sus representantes, interponiéndoles un condicionamiento en ese momento electivo, que no solo destierra cualquier consideración ética sino que a nuestro modo de ver, ha corroído las bases en lo que se sostuvo hasta no hace mucho el sistema representativo-democrático.

Podríamos establecer con claridad que el primer apunte teorético acerca de cómo debían plantearse las reglas del juego para el manejo de la cosa pública lo esgrimió Platón, mediante lo que ha quedado en el tiempo como su idea del “Gobierno de los filósofos”, tabicando el conocimiento como punto referencial inexpugnable para dar sentido a esa representatividad imprescindible que requería la polis. El ciudadano común (es interesante señalar que en aquella Grecia Antigua los esclavos no eran considerados ciudadanos, si bien esto sería materia de otro análisis, bien se podría apuntar que los pobres modernos son los esclavos antiguos con la ceremonia del voto…) legaba su derecho a disponer del manejo de la cosa pública a quien demostrara ser más sabio, más cercano a la verdad en cuanto tal, de acuerdo a la concepción platónica. Es harto conocida la metáfora platónica acerca del manejo del barco o del navío cómo si fuese, el timón del mismo, el manejo del estado, y que lógicamente quién debía ejercerlo era precisamente quién más conociera en un caso conducir un barco y en el otro administrar el estado, sin embargo consideramos aún más importante el citar textualmente otro pasaje de la obra platónica en cuestión (“La República”) para dar cuenta del sentido lato del concepto representación.

Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz. Que se extiende a lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan por estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas. Es posible salir a la luz del sol desde la cueva- en otro caso, los encadenados estarían condenados a la cautividad perpetua-, pero para ello hay que recorrer un largo y escarpado camino; cosa natural, pues si la entrada de la caverna estuviera cercana al fuego, la luz del sol que por ella penetrase haría inútil el empleo de la hoguera como medio de proyección.[1]

En este caso el sentido de la intermediación que existe entre lo real y la imagen de lo real, es lo que se representa como verdadero para quiénes están atados, y el que estén atados pasa a ser fundamental, pues es la noción clara de que en esa intermediación, no sólo no se obtiene lo real, sino que se cede en libertad, se otorga algo de uno, hacia un otro, obligadamente. Y la representación política, nace con esta obligatoriedad, en el que supuestamente todos los ciudadanos, poseen las mismas condiciones y posibilidades, pero sólo algunos serán representantes de otros, muchos más, representados. Una obviedad matemática que no por ello deja de ser una sentencia hacia el sentido de la libertad en su aspecto amplificado. Pues aquí encontramos otra aporía de índole filosófica, que atraviesa lo político, para la construcción de esa entidad “comunal” (en la actualidad se llama “pueblo” o “gente”), interactúa lo particular y lo general, y necesariamente (evadiéndonos, nuevamente del aspecto filosófico propiamente dicho) el individuo, o esa individualidad, hace un renunciamiento, sea aceptado por el mismo, o impuesto por la renuncia de los otros que, construyen con ese ceder múltiple, una entidad comunitaria.

Una persona es lo mismo que un actor, tanto en el escenario, como en la conversación ordinaria. Y personificar es actuar o representarse a uno mismo o a otro. Quien representa el papel de otro se dice que asume la persona de éste o que actúa en su nombre. En este sentido usa Cicerón estas palabras cuando dice: Unus sustineo tres personas: mei, adversarii et judicis. Asumo tres personas: la mía propia, la de mi adversario y la del juez. El que actúa en nombre de otro recibe varias denominaciones, o según la variedad de ocasiones; puede actuar como representante o representativo, como lugarteniente, vicario, abogado, diputado, procurador y demás…una multitud de hombres deviene una persona cuando estos hombres son representados por un hombre o una persona; esto puede hacerse con el consentimiento de todos y cada uno de los miembros de la multitud en cuestión. Pues en la unidad del representante, y no la unidad de los representados, lo que hace a la persona una; y es el representante quien sustenta a la persona, sólo a una persona. Hablando de una multitud, la unidad no puede entenderse de otra manera… cada hombre da al representante común una autoridad que viene de cada uno en particular, y el representante es dueño de todas las acciones si le dan autoridad sin límites. En caso contrario, cuando limitan el representante en el qué y en el cómo habrá de éste de representarlos, solo será dueño de aquello en lo que se le da ha dado autorización para actuar.[2]

Pero que ya se consigna como tal, pues, a partir de esa entelequia que pertenece a todos los renunciantes de su propia individualidad o las que se le impone la renuncia, y a nadie a la vez, un sistema político, que necesaria y obligadamente siempre, puede y debe estar en cuestión, porque es ni más ni menos, el producto de quiénes se cercenan en sus libertades, para disfrutar con mayor, amplitud, certidumbre y tranquilidad, del resto de sus condiciones de existentes políticos o animales políticos. Precisamente quién acuñó este concepto, nos señala lo que referenciábamos;

Las democracias principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos; en efecto, privado, delatando a los dueños de las fortunas, favorecen su unión  (pues el miedo común pone de acuerdo hasta a los más enemigos) y en público, arrastrando a la masa. Otros cambios conducen de la democracia tradicional a la más moderna; pues donde los cargos se otorgan por elección, no a partir de las rentas, y los elige el pueblo, los aspirantes, con su demagogia, llegan hasta el extremo de decir que el pueblo es señor incluso de las leyes. El remedio para que esto no suceda o para que suceda menos, es que las tribus designen a los magistrados y no todo el pueblo.[3]

Lo consignable, es que desde el surgimiento mismo de la democracia, y de su acendramiento en la representatividad, como garantía del vínculo imposible entre lo general y lo particular, está misma, ha vivido en cuestión permanente, en análisis y reflexión, pues es ni más ni menos que la razón de ser del orden, de la armonía, de la certidumbre, en contraposición de las figuras del caos, del desequilibrio, de la incertidumbre, a los que el hombre le intenta escapar en su faz tanto individual, óntica, como en su ser social y político. Claro que la resolución de esta aporía, o su tensión permanente, es lo que nos hace debatirnos en la crítica permanente a un sistema político que valida su existencia, al estar a diario y en continúo, en cuestión:

Es una ficción considerar un conjunto de individuos la unidad de una multiplicidad de actos individuales-unidad que constituye el orden jurídico-calificandola como pueblo y avivar así la ilusión de que estos individuos constituyen el pueblo con todo su ser, mientras que ellos tan sólo pertenecen por medio de algunos de sus actos que el orden estatal protege y ordena.[4]

Marchar para pasar de la horda actual a volver a constituirnos como pueblo, es un acto de amor individual y colectivo, al que llegaremos, sintiendo, pensando y razonando.

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