Las élites, los grupos de poder y los políticos se valen de varias estrategias para imponer sus ideas, líneas de pensamiento o tendencias, a fin de que sean aceptadas por el gran público en un tiempo corto. Digamos que son atajos para un cambio social que de manera natural no se habría producido o, al menos, se requeriría un tiempo mucho mayor. Lo hemos visto en las últimas décadas en la implementación del aborto, la ideología de género, el matrimonio homosexual, la dinámica queer, las políticas sobre el cambio climático, la inmigración y demás tópicos que nos han inoculado en vena y a grandes dosis. La sociedad ha ido integrando estas ideas que atentan contra su propia naturaleza, física, mental y espiritual, ignorando que no son sus ideas, producto de procesos intelectuales racionales, sino los planes y programas de otros que astuta y criminalmente han diseñado para conseguir una sociedad alelada y distópica, poblada de seres irracionales que obedecen cualquier consigna, sin cuestionar lo más mínimo, siempre que venga a través de los medios de comunicación oficialistas y, sobre todo, de la sacra televisión. Esto se ha hecho patente este último año, a propósito de la pandemia, cuyo colofón es la vacuna.
Una de las estrategias del “marketing para manipular conciencias” es la puesta en escena de lo que he denominado “opiniones de celebrities”. A este respecto, en el libro Déjame nacer escribí: “Cuando una idea es descabellada o atenta contra lo que nuestra conciencia considera recto, los agitadores ponen en marcha la exposición de iconos sociales que influyen directa y subliminalmente en la masa, sin apenas esfuerzo. La publicidad está basada en esta debilidad del ser humano. En temas que la sociedad no admitiría de buen grado, las opiniones favorables de científicos, profesores, médicos, cantantes y gentes de la televisión y la farándula –todos ellos escrupulosamente escogidos y muy bien pagados, en especie u otro tipo de prebendas— suelen influir en la predisposición social ante determinadas ideas y actitudes”. Hasta aquí la autocita.
Esto lo hemos estado sufriendo a lo largo de todo este año con el bombardeo inmisericorde de los especialistas adeptos al régimen, que no han dejado de comparecer en la pantalla, infundiendo miedo si no se cumplían las normas, proyectando su fe –nunca mejor dicho—en la vacuna e instando a cumplir los disparatados preceptos orwellianos de la “nueva normalidad”. Si alguien creyó que era para protegernos, siento decirle que es un ingenuo. No buscan nuestro bien –les importamos un bledo—, sino arruinarnos, domesticarnos, controlarnos, bajarnos la autoestima, diezmar nuestro sistema inmunitario y arrancarnos la dignidad.
Por si el paciente ciudadano de a pie no tuviera suficiente tabarra con estos escogidos voceros del sistema, estos días anda circulando un vídeo recomendando la vacuna, protagonizado por los personajes de la televisión del momento, que hace meses difundían el ridículo “yo me quedo en casa”. Así, con una seguridad pasmosa lanzan el eslogan “no hay que tener miedo a la vacuna; hay que vacunarse”. Un decreto al servicio de la oficialidad, que interfiere en el libre albedrío y manipula la capacidad de elección de los ciudadanos.
Entre una cosa y otra, la campaña de vacunación no está yendo bien y la gente desconfía ante tanta noticia contradictoria y tanto efecto secundario –y lo que no se cuenta— que un día se anuncia y al siguiente se desmiente. En algo que requiere la máxima transparencia, el encubrimiento es total. La ciudadanía ha integrado que somos conejillos de Indias y mientras algunos se rinden a su suerte, otros se muestran renuentes y desconfiados. El índice de vacunación ha descendido, y han tenido que echar mano de los iconos de la tele. A ver si recomendándolo Belén Estaban la gente se anima. ¡Para llorar!
Estos famosos del vídeo, que con tanta seguridad defienden la inoculación de una vacuna que no ha cumplido los plazos de investigación, de la cual los propios fabricantes han reconocido haberse saltado la fase de experimentación en humanos, están demostrando que únicamente conocen lo difundido desde los gobiernos de turno, asesorados por dudosos comités de expertos, al servicio de quienes están moviendo los hilos de la pandemia.
Pero los vacunófilos propagandistas no solo hay que buscarlos entre los famosetes de turno expertos en telebasura, islas de las tentaciones y demás realities, incluido el serial lacrimógeno de Rociíto, con el que tanto ella como la cadena están haciendo su agosto. Periodistas y sesudos tertulianos, no sospechosos de hacerle la ola al gobierno, sino todo lo contrario, están absolutamente entregados a la causa covidiana. Hace unos días, oía atónita cómo en una emisora conservadora uno de estos “sabios” lanzaba un panegírico a los científicos de los laboratorios, agradeciéndoles el inmenso esfuerzo realizado en un tiempo récord. Estaba deseando inocularse media docena de vacunas, por si acaso. ¡Esto sí es fanatismo científico en primer grado! Pero además, no solo colocó en un pedestal a la Big Pharma como símbolo de progreso, sino que arremetió contra los que se oponen a la vacuna, y no se conformó con tildarlos de negacionistas y excéntricos, sino que les colgó el sambenito de supersticiosos. Nunca había oído que a la información contrastada y a la prudencia, los crédulos cientifistas le llamaran superstición.
Muchos covidianos justifican incluso las muertes y los efectos secundarios de la vacuna. Es más, les parecen pocos, sobre tantos miles de vacunados. Se ve que son amantes de las emociones fuertes, como la ruleta rusa. “Todo fármaco tiene un riesgo”, arguyen. Y es cierto, pero siempre tenemos un prospecto en la cajita y la libertad de elegir si tomarlo o no. Me ocurrió una vez con el Voltarén, que cuando leí todos los efectos secundarios, lo guardé en el armario del baño y preferí aguantar el dolor. Pero la vacuna no tiene prospecto, ni siquiera de palabra, porque es secreto, lo cual es un despropósito. Tampoco se firma el consentimiento informado, protocolo que se cumple incluso para extirpar un simple grano.
A esta gente y, en general, a todos los propagandistas deseosos de que la humanidad al completo esté uniformemente vacunada, incluidos los opinantes sabelotodo, los médicos de cabecera, los políticos los vacunadores formados para la ocasión, les formularía unas cuantas preguntas, que también debería hacer cada persona antes de entregar su brazo. Dado que se trata de nuestro cuerpo, sobre el que somos soberanos, tenemos derecho a conocer los componentes de la dosis que nos van a inocular. Debemos preguntar si contiene células procedentes de abortos, MRC5, rastros de ADN humano o inserciones del VIH. Al no tratarse de una vacuna al uso, que no sigue los parámetros de las anteriores y creada con una tecnología nunca empleada antes, tenemos derecho a que nos informen sobre si esta tecnología tiene la capacidad de modificar el ADN humano a través de la transcriptasa inversa que permite la transferencia de información del ARNm al ADN. Asimismo debemos preguntar si la vacuna puede causar infertilidad, y si contiene algún chip de identificación por radiofrecuencia, RFID. Estas tres últimas cuestiones son de vital importancia y hay que conocerlas antes de inocularnos sabe Dios qué. También es importante que nos informen de los posibles efectos secundarios a corto, medio y largo plazo, y quién se haría responsable en caso de fallecimiento a causa de la vacuna y si indemnizarían a la familia, dado que los laboratorios fabricantes están exentos de responsabilidad, o si podrían achacar la muerte a una “coincidencia”. Tampoco está de más preguntar si una vez vacunados podemos enfermar y morir de COVID o si podemos contagiarnos o contagiar a otros; si podremos dejar de utilizar mascarilla y olvidarnos de la distancia de seguridad; si podremos reunirnos con la familia y abrazarla. Es decir, si la vacuna nos devolverá la libertad y la dignidad perdidas.
Supongo que esto es pedir demasiado. Pero es nuestro derecho no solo conocer estas respuestas, sino que los servicios sanitarios ofrezcan todas las garantías. En un tema tan importante, el más trascendente hasta la fecha, que posiblemente marque un antes y un después en nuestra historia humana, tenemos que elegir responsablemente, y la fe no es la mejor opción.
NOTA. Si algún youtuber desea reproducir este texto o parte de él para la locución de su vídeo, debe pedir autorización y citar la fuente al principio de la narración.