OPINIÓN

Israel de la Rosa: «El corazón en pedazos»

Israel de la Rosa: "El corazón en pedazos"

Resulta extremadamente complejo advertir la fractura de un corazón. En el contexto de una viva y permanente tragedia, mientras se sobrenada penosamente en la intrincada marea de un calvario como este, de una desdicha como esta, de una maldita pandemia como la nuestra, que no cesa, que, testaruda, se enmaraña y nos ahoga, resulta enormemente complicado advertir la fractura de un corazón y evaluar el hondo desgarro.

Cuando pase la tormenta, cuando el poderoso antídoto de las vacunas acabe triunfando, y apartemos los restos húmedos que dejó el naufragio, y abramos las ventanas que, más allá de las cortinas hechas jirones, muestran tímidamente el futuro, y recojamos de entre los escombros lo que resta de nuestro ánimo, podremos componer retrospectivamente el paisaje. Hasta entonces, poco o nada puede hacerse, salvo refugiarse en casa —bendita y cálida trinchera— o aliviar la asfixia vertiendo lágrimas bajo la almohada. Cuando remita la abominable tempestad, que no supimos prever, que no fuimos capaces de ahuyentar marcando con sangre los dinteles, podremos recobrar la calma y recuperar la firmeza del paso. Hasta entonces, poco o nada puede hacerse, salvo confiar tenazmente en la ciencia.

El ser humano, que es asombrosamente frágil y aprensivo, ha albergado desde que tiene uso de razón un especial temor: enfrentarse al adiós. Despedirse para siempre de un familiar, de un amante, de un ídolo, entraña un dolor agudo, amargo e inconsolable. Es este trance, el de combatir el último adiós, un episodio que nos negamos profundamente a concebir de antemano, que nos resistimos ciegamente a creer posible. Nuestra mente se empeña en convencernos, con un exquisito y exagerado sentido de lo absurdo, de que nada parecido sucederá jamás. Pero lo que esta insoportable pandemia nos ha enseñado es, por el contrario, que no disponer de la oportunidad de ofrecer ese tan temido adiós, y ser arrancados por la fuerza del lado de nuestros seres queridos en su último aliento, es, si cabe, todavía más hiriente y aterrador. Es, si cabe, la peor de las calamidades.

Nos conmueven inevitablemente las historias sencillas que, día tras día, brotan atormentadas en el seno de esta execrable pandemia. Como la de ese abuelo anónimo que tantas veces protestó airadamente porque su hijo lo había convertido en forzoso canguro, privándolo así de su ansiada libertad, y que ahora, aislado y sentenciado por el virus, habría dado hasta el último minuto que le restaba de vida por abrazar una vez más a su nieto. Sin embargo, no conoceremos la entera magnitud de esta amplia y desoladora tragedia común hasta que escampe la tormenta y el tiempo nos otorgue la necesaria perspectiva. Hoy, nos ofusca aún la imperiosa tarea de sobrevivir. Será mañana cuando, indefectiblemente, advirtamos la fractura del corazón, de nuestro corazón en pedazos.

 

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