OPINIÓN

Israel de la Rosa: «Vacunas lorquianas»

Israel de la Rosa: "Vacunas lorquianas"

El gentío se acumula —en sátira histórica todo el cuento—, borracho de algarada y de entusiasmo avinagrado, a las puertas del dispensario. El del barrio, el dispensario bueno. Parroquianos cincuentones de taberna arrastrados hoy por la marea del miedo, llevados en volandas contra su deseo, a mugrientos hombros de la más incisiva aprensión. Se palpa, se escucha sabiduría de toda suerte: «Por si acaso», «La ciencia es religión», «Hombre prevenido vale por dos». «¡Y mujer!», apostilla una moza enseguida, con semblante cítrico, con ojos beligerantes de inminente gresca.

A las cinco de la tarde, el coso a reventar de gente, frente al ambulatorio. El del barrio, el bueno, el que supura confianza. El rebaño batiendo la arena, hollando el ruedo con ansia salvaje, con la pezuña tiesa, inquieta. Hoy toca, lo ha dicho la prensa. La suya, la prensa buena, la que no miente nunca. La otra no cuenta. A las cinco de la tarde, la turba golpea con el lomo los cristales y los comba, sedienta de dosis, de vida, ahíta de urgencia. Mi reino por un jeringuillazo. A mí primero, que estoy falto. Lamiendo la persiana, rasgando con los dientes el cartelón de publicidad —gel de higiene íntima, que proporciona frescor—, frotándose con avidez las manos de revolucionario de mantita y sofá, el negacionista, que ayer juraba que todo era chanza y conspiración. El más madrugador, mírenlo, empujando y metiendo el codo hábilmente en riñones ajenos.

Gime el clarín a las cinco de la tarde, hermoso y aterciopelado, poema que brota apasionado, con arrobo lorquiano. La enfermera, a lomos de un garboso caballo cobrizo, luciéndose con laboriosas cabriolas el animal, henchida de orgullo la sanitaria en su pulcra bata, irrumpe en la plaza abarrotada. El ole es un estruendo de fiesta en el tendido, un clamor conmovido. Copas de vino manzanilla en alto, cristal fino. Qué maestría, qué arte mayúsculo. La banderilla, provista de émbolo y estandarte colorido, se eleva majestuosa en el aire, desafiante, y en un santiamén se clava en el hueso. «¡Ole!», celebra el hirviente graderío, y la multitud estalla en aplausos. Hay vítores y desmayos, hay catarsis, hay tutía.

A las cinco de la tarde. Agua de mayo en jeringa.

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