Al retirar Joe Biden el ejército norteamericano de Afganistán, de forma precipitada e improvisada, ha cometido un gran error. Ha puesto en riesgo a sus propias tropas, a sus aliados europeos – en ningún momento los tuvo en cuenta – y abandonado a la mayoría de sus colaboradores afganos. No merece ser Presidente de un país que pretende liderar el mundo y defender y propagar las libertades y los derechos humanos universales.
Tanto a Biden como los gobernantes canadienses y europeos cuyos ejércitos han luchado codo con codo con los norteamericanos, y no se opusieron radicalmente a esta vergonzosa huida que hubiera evitado el caos consiguiente, se les puede aplicar sin riesgo a que nos equivoquemos, lo que dijo John Maynard Keynes en relación con los líderes occidentales que, tras la Primera Guerra Mundial, hicieron la Conferencia de Paz en París (1919) y firmaron el Tratado de Versalles: “Nunca en la historia ha brillado de forma más débil la dimensión universal en el alma de los hombres”. Archibald Wavell, Mariscal de Campo, llegó a decir que “habían logrado con éxito hacer una paz para terminar con la paz”. Esperemos que no suceda aquí lo mismo.
La revista The Economist ha considerado esta retirada como una debacle, solo suavizada por el gran esfuerzo hecho para evacuar el mayor número de afganos posibles, pero que en realidad fueron una pequeña parte del total.
El ejército norteamericano ha abandonado el país sin tan siquiera luchar, después de haber dejado más de dos mil muertos y centenares de heridos y dilapidados miles de millones de dólares en los casi 20 años de invasión en Afganistán, sin contar las decenas de miles de afganos que han muerto y los cientos de europeos que también han perecido en aquellos parajes, de los que habría que decir, que el diablo confunda. Los Talibanes tienen hoy día más poder del que nunca tuvieron, están mucho mejor armados gracias al armamento super moderno que los americanos han abandonado y además han conseguido una victoria que nunca imaginaron: poner contra las cuerdas a la que se consideraba hasta ahora primera potencia militar mundial.
La retirada norteamericana ha acelerado la imparable carrera china hacia la hegemonía mundial, lo que nada bueno augura en el futuro al mundo libre. Ha servido en bandeja de plata una gran victoria a China, que ha tenido, además la desvergüenza de apoyar el gobierno talibán tan pronto se constituyó. Cuesta creer que, si este país hubiera invadido Afganistán, se hubiera retirado de la misma forma que los EE.UU.
No se puede explicar lo sucedido actualmente sin hacer alguna referencia al proceso de degradación moral de Occidente y la megalomanía de la mayoría de sus líderes políticos, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Es difícil entender qué ha sucedido para que los EE.UU., que en su día salvaron a Europa de la barbarie nazi y a Asia del despotismo japonés, haya llegado hasta el punto de traicionar los ideales que dice defender y abandonar a todos sus aliados ante el embate talibán.
A partir de los años 1950, los EE.UU. centraron sus ambiciones en destruir la Unión Soviética a cualquier precio. Perdieron el rumbo y fueron aplicando cada vez políticas más inhumanas. Cometieron el error de la Guerra de Vietnam. Apoyaron a cuantos países y a cuantos déspotas pudieran servir a sus intereses, ya fuera en América Latina, en Asia o en Oriente Medio. Posteriormente han contribuido, más que ninguna otra potencia imperial, al caos casi irreversible de esta última e inmensa región, antaño cuna de la civilización.
Comenzó esta nefasta política con el apoyo incondicional al recién creado Estado de Israel, sin permitir en ningún momento que se creara un Estado palestino donde este pueblo pudiera vivir dignamente. Potenciaron a su vez todas las divisiones que fracturaban estos países y controlaron su riqueza petrolífera, a la que EE.UU. y Gran Bretaña no estaban dispuestos a renunciar a ningún precio.
El posterior acontecimiento militar que iba a cambiar para siempre la historia de Oriente Medio y también la del mundo, fue la guerra árabe-israelí de 1966. En un ataque relámpago y por sorpresa, el Ejercito israelí destruyó el día 5 de julio de ese año las fuerzas aéreas de Egipto, Siria y Jordania. Además, invadió y ocupó la ciudad de Jerusalén, Cisjordania, los Altos del Golán y la Península del Sinaí.
Amin Maalouf considera esta victoria sionista como la gran catástrofe que sufrieron los árabes. Acabó con el nacionalismo laico musulmán, por entonces la ideología dominante. Abrió la puerta al islamismo político. Hasta este momento estaban sumidos en la tristeza y la desilusión. A partir de esta derrota, perdieron toda esperanza.
Israel supo que su política de hechos consumados le permitiría expansionarse, lo que debilitaría las naciones árabes y podrían crear el Gran Israel. Fueron conscientes que Occidente les ayudaría incondicionalmente, en especial Estados Unidos, tanto política, militar y económicamente, como efectivamente ha sucedido. Inexplicablemente el presidente Obama y su vicepresidente Biden han sido los dos líderes occidentales que más apoyo militar y dinero han entregado a los israelíes para fortalecer su ejército.
De este modo, las potencias occidentales, artífices del nacimiento de Israel y para lavar su mala conciencia por no haber impedido la locura del Holocausto, permitieron a los sionistas instalarse en Palestina y construir su hogar nacional, lo que sembró la semilla de la destrucción en la región. No hay que ir muy lejos para saber que la locura yihadista es heredera de esta frustración.
Después de la Guerra Fría, la desestabilización de Oriente Medio ha sido la mayor tragedia que ha azotado y sigue azotando el mundo, la más duradera de la historia y la que ha generado un mayor número de pérdidas humanas y el mayor derroche de dinero y absurdos gastos de armamento, que han dilapidado gran parte de la riqueza de los países que allí existen.
A su vez ha generado un conjunto sin igual de destrucciones mutuas, debido también a las represalias y ataques de Occidente, sin que sepamos hoy día cómo solucionar el caos actual. Basta tener en cuenta lo sucedido en el Líbano, en Irak, en Siria, en Irán, el abandono y casi destrucción del pueblo kurdo, los enfrentamientos entre distintas etnias, conflictos religiosos, yihadismo, ahora Afganistán y mañana Pakistán, país que es una de las posibles grandes amenazas a la estabilidad mundial. Durante años esta nación ha sido y sigue siendo lugar de refugio de terroristas y talibanes.
En las últimas décadas esta insensatez aumentó y continuó con la invasión de Irak por Bush hijo en 2003, potenciado por una serie de halcones norteamericanos y también europeos, como Tony Blair y Jose María Aznar, con la excusa de que Sadam Husein era un tirano que poseía -lo que se demostró falso- armas de destrucción masiva. Solía decir además este presidente que no tenía experiencia alguna y nada sabía de asuntos internacionales. En realidad, era una venganza como consecuencia del ataque terrorista contra Nueva York, liderado por Bin Laden en 2001. Este ataque produjo una eclosión absoluta en el mundo occidental, toda vez que los terroristas habían alcanzado el corazón de EE.UU. y perecieron casi 3.000 víctimas inocentes.
Pero mucho más terrible y desgarrador que estos atentados fue la invasión de Irak de la que este país todavía no se ha recuperado, donde murieron decenas de miles de víctimas inocentes, que a buen seguro odiaban a Sadam tanto o más que los ciudadanos de EE.UU., pero que no hubieran fallecido si no hubiera sido por la intervención norteamericana. Para mayor destrucción todavía, afloró el larvado conflicto que había surgido en el Islam casi desde su nacimiento y permanecía dormido en gran medida desde entonces: el enfrentamiento entre el sunismo y el chiismo que hoy día desgarra la zona.
En el año 2004, cuando la invasión de Irak empezaba a ir “de mal en peor”, surgió un controvertido debate en los EE.UU. sobre la conveniencia o no de continuar la guerra. Según escribió Jonathan Schell en la revista The Nation dicho debate fue zanjado con una brillante frase del entonces senador Joe Biden, siempre pulcro y estirado que, apoyado por muchos colegas, alzó su voz y sentenció la polémica, como lo hubiera hecho en su día el mismísimo Oráculo de Delfos: “fracasar no es ninguna opción”. Sin duda, pero menos todavía huir con el rabo entre las piernas.
Mucho ha cambiado desde entonces Biden. Para colmo, ha debido olvidar un hecho insólito: fueron los EE.UU. y la CIA quiénes formaron y armaron a los Talibanes y los convirtieron en una casta guerrera, la más poderosa de Afganistán, para que pudieran acabar con la invasión soviética. En el que puede ser uno de los más rigurosos libros publicados sobre Afganistán, “Las Cenizas de los Imperios” escrito por Karl E. Mayer, podemos leer: “la CIA ayudó a entrenar y financiar lo que con el tiempo se convertiría en una red internacional de militantes islamistas altamente disciplinados, los ‘afganos árabes’ o los ‘Hijos de yihad’, una nueva estirpe de terroristas. ‘Cuando la Unión Soviética se marchó de Afganistán y la CIA cortó el suministro de armas a los muyahidines, Washington dejó atrás decenas de miles de luchadores árabes, asiáticos y afganos bien entrenados y bien armados, disponibles para nuevas yihads”.
En la década de 1980, los Talibanes recibieron de los EE.UU. cantidades ingentes de dinero, más de mil millones de dólares que igualaron los saudíes. Y además cientos de misiles Stinger de alta tecnología, que se disparan desde el hombro y sirven incluso para derribar aviones con pasajeros. El objetivo era que pudieran vencer a los soviéticos que habían invadido Afganistán en el año 1979.
El artífice de esta locura fue nada menos que el Consejero de Seguridad Zbigniew Brzezinski, del presidente “paloma” de EE.UU. Jimmy Carter, que había perdido el sentido común a raíz del asalto a su Embajada en Teherán por los iraníes en 1979. Llegó a decir este asesor “ahora proporcionaremos a los soviéticos su propio Vietnam”. Los rusos, que también han salido reforzados de la retirada de Biden de Afganistán, deben estar encantados contemplando cómo el enemigo se lame sus heridas.
Esta retirada supone un antes y un después para los norteamericanos. Pero es una catástrofe en todos los aspectos para Europa. El “American First” que ya inició Obama implica que más allá del desafío chino, hoy día todo es secundario para los EE.UU., como demuestra el reciente acuerdo de Biden con Australia al respecto. Confirma esta trayectoria que deja a Europa a merced de sí misma. Podríamos decir que, tras haber sido seducida en su día, ahora ha quedado abandonada y desarmada. Trump intensificó esta errática política y Biden, que está siendo un presidente casi peor que su antecesor, nos ha dado la puntilla.
Hace años que Europa aceptó doblegarse y ponerse al servicio incondicional de los EE.UU. y de sus intereses, aunque estos fueran perjudiciales para nosotros. Dejó de tener un papel propio y preponderante tanto política como militarmente. Abandonó lo que tenía que haber sido su prioridad: convertirse en la tercera potencia mundial, junto a EE.UU. y China. Hoy día es casi una quimera pensar que podemos recuperar el terreno perdido.
Robert Kagan uno de los más agresivos, peligrosos y radicales halcones políticos norteamericanos, ya dijo en 2003 en un demoledor libro “Poder y debilidad, Europa y EE.UU. en el nuevo orden mundial”: “Norteamérica sigue ejerciendo su poderío en un mundo anárquico en el que la verdadera seguridad, la defensa y el fomento de un orden liberal siguen dependiendo del poder militar. Por ello, en la mayoría de las cuestiones internacionales – podía haber dicho en todas – los estadounidenses, parecen ser de Marte y los europeos, de Venus.
Afortunadamente la seguridad de Europa y del mundo ha pasado a depender de Norteamérica”.
Como quiera que ahora ellos son Venus, hay que preguntarse qué somos nosotros. Patético ha sido recientemente oír a José Borrell que debemos crear nuestro propio ejército. Y patético es que Macron y los franceses griten por doquier, “América nos ha abandonado, despertemos”. De los alemanes nada hemos oído, ni sabemos si piensan algo sobre esta endiablada cuestión.
El poeta griego Arquíloco solía decir “los zorros saben muchas cosas, los erizos solo una, pero muy importante”. Los europeos ante lo que se nos viene encima, somos zorros pero sobre todo debemos ser erizos. Sabemos hasta qué punto nos hemos equivocado y cómo hemos pasado de ser un Continente que pudiera decidir su futuro, a depender de otras potencias que no siempre nos respetan. Pero sabemos sobre todo algo muy negativo: que cuántos males generan los errores, las equivocaciones, las absurdas y fallidas intervenciones norteamericanas en Oriente Medio o en Asia – que además solemos apoyar – al final es la Unión Europea quien recibe todos los perjuicios y los males y problemas que estas actuaciones crean. No es la menor las masivas inmigraciones que difícilmente podemos integrar. En definitiva, somos nosotros los europeos quienes pagamos casi todos los platos rotos.
Sabemos por tanto cuál es nuestro problema y nuestro gran desafío. Lo que no está claro es si seremos capaces de superarlo.
Jerónimo Páez
Abogado y editor