OPINIÓN

Victor Entrialgo De Castro: «Hemos llegado a Marte y no nos hemos enterado»

Victor Entrialgo De Castro: "Hemos llegado a Marte y no nos hemos enterado"

El lugar más inhóspito del mundo no estaba en el desierto del Kalahari donde había estado, ni en el Polo Norte. No era la cima del Katmandú ni una tormenta del desierto.

El sitio más desolador no era una llanura del lejano oeste ni otra de la estepa rusa.

Aquella tarde, después de un viaje de diez minutos en tren de cercanias, una mujer viajera llegó a un moderno apeadero de tren, inaugurado hacía poco en el centro administrativo de la ciudad y concurrido en otros momentos, donde en aquel preciso momento del fin de semana no había nadie.

Era un moderno apeadero de tren, a cien metros de su casa tan moderno como desangelado. No había más viajeros. Se propuso salir de allí cuanto antes pero los tornos mecánicos bloqueados se lo impidieron. Probó con otros billetes de días anteriores pero tampoco. Aquel sofisticado sistema no le permitía lo más simple. Volver a casa.

El viaje en tren había sido de diez minutos pero llevaba más de una hora  «secuestrada» en una estación modernísima y desierta en pleno centro de la ciudad.

No había mostrador ni garita ni empleado alguno, ni de la compañía ni del ayuntamiento. Atrapada por los tornos, gritó a ver si alguien podía indicarle el camino de salida.

¿No hay humanos aquí? gritó. Como en el intercambiador de Moncloa o en la administración donde trabajaba, pensó. Aseguraban querer quitar barreras y las habían creado muchísimo mayores. Querían cargarse el burladero pero se han cargado el mostrador.

Trató de empujar aquellos asquerosos  tornos esperando la aparición de un guarda de seguridad. Llamó a una amiga pero no estaba en casa.
Llamó a la administración pero respondía un contestador.

Recibió una llamada pero era para venderle un seguro. Llamó al banco y se equivocó en una clave y tuvo que hacer gestiones por razones de seguridad que le llevaron más de dos horas entre hablar con centralitas y explicarle el mismo problema a tres personas diferentes por razones de protección de datos y protocolos de seguridad, dijeron.

Las pantallas de los trenes estaban apagadas y miró tras la enorme cristalera. Pegando a ella la nariz pudo ver a cien metros a unos graciosos en la pantalla de la televisión de un bar. Más tarde a un señor repartiendo dinero y una comunista vestida de alta costura. No vió gente más porque una quinta columna le impedía ver al único cliente que seguramente estaba mirándola. Sólo durante más de tres horas en aquel apeadero de tren sintió la mayor soledad y desolación de su vida.

Por fin vió luces a lo lejos que se acercaban. Dudó si pedirles auxilio o esconderse. Era una nave con luces y dos tripulantes que la abdujeron de la estación. En ese momento se dio cuenta y dijo en voz alta.

Hemos llegado a Marte y no nos hemos enterao.

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