OPINIÓN

Israel de la Rosa: «Navaja y botellón»

Israel de la Rosa: "Navaja y botellón"

Ser padre es una bendita cruz, un oficio de enmarañadas entrañas, un calvario perpetuo y luminoso. Más allá de comer huevos —decepcionante promesa—, el progenitor sólo alcanza a merendar, asiduamente, codornices de escayola. La tierna y dulce infancia —la del hijo, porque la propia es un mito, un cuento chino, una bruma lejana y grisácea— es muy breve, apenas un lustro, y si a este lustro le extirpamos las noches en vela, las infecciones de oído, los vómitos en el cuello de la camisa y los llantos desgarrados, se nos queda la vaina en cuatro felices días y una forzada y espantosa fotografía de recién nacido.

Pero los niños crecen, arrastrados por el tenebroso calendario, y entonces la cosa mejora. Ni siquiera es sarcasmo, pues el diccionario no recoge los superlativos del terror: el niño muta en adolescente. La inquietud inicial del padre, la de los primeros e inocentes años de la criatura, el continuado temor a que se atragante con un pepinillo, se convierte ahora en un chiste. Se pasa, en un incomprensible abrir y cerrar de ojos, de la natural intranquilidad al más nocturno y pavoroso de los horrores: del pepinillo al botellón, y del botellón al navajazo.

Qué difícil es educar a un hijo, y qué extraordinaria e imposible hazaña la de prevenir los riesgos de la adolescencia, esa etapa vertiginosa, colorida y apasionante, sembrada de minas, en que el ogro necesita desfogar la ansiedad que le hierve colérica en las venas y que todavía no comprende, un periodo resbaladizo en que cualquier fulano oportunista y alevoso se erige en atractivo tutor y acaba suplantando la amorosa y trémula figura del progenitor, tanto en las calles como en los pulcros gabinetes: «No sea únicamente su padre, sea también su amigo». Váyase usted al mismísimo carajo. Convendría admitir que bautizar a los niños con nombres de héroes poligoneros y a las niñas con toda suerte de nombres vascos no ayuda en absoluto a protegerlos de la futura tragedia.

En estas negras jornadas que ahora transitamos, como si no bastase sobrevivir al virus o lidiar con el escalofriante enigma que se extiende, empedrado, más allá del ERTE, los padres añaden a su preocupación —amén de la factura del odontólogo— un vuelco nuevo de corazón: los botellones masivos. Aquí, vasto campo de enloquecidas correrías, de primeros y fugaces amores, de entrañables y huecas amistades, además del porro y la litrona corren también los encendidos puñetazos, además de la risa y del atolondrado revolcón en la hierba afloran también, pitorreos aparte, el robo, la agresión sexual y el cuchillo en las costillas.

A falta del muñeco expiatorio de trapo al que aporrear para aliviar nuestra frustración, al que poder señalar furiosamente, echemos la culpa a la policía. Descarguemos nuestra ira, una vez más, contra el comodín uniformado. No busquemos verdaderos responsables más arriba, no perdamos el tiempo en desenmascarar a los auténticos genios del disparate y de la escasa previsión. A fin de cuentas, solo es un navajazo.

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