El discurso fúnebre de Pericles, pronunciado el 431 a.C., en el Cementerio Cerámico de Atenas, es uno de los más altos testimonios de cultura y civismo que nos haya legado la Antigüedad. Aquello fue mucho más que un mero discurso fúnebre. Las exequias de las víctimas del primer año de la guerra contra Esparta le brindan a Pericles la oportunidad de definir el espíritu profundo de la “democracia ateniense”. El discurso no es, por cierto, una transcripción fidedigna de lo que efectivamente dijo el político y orador ateniense, sino la verosímil recreación de su contemporáneo, el historiador Tucídides, que lo incorporó al relato de sus Historias (II, 35-46), donde se narran las guerras entre Atenas y los peloponesios. El pasaje –al que me refiero en este artículo—hace mención y alaba la igualdad entre los ciudadanos libres de la democracia ateniense. Tal y como nos ha llegado traducido y a través de la historia universal, así lo transcribo:
“…Tenemos un régimen político que no emula las leyes de las otras ciudades vecinas y comarcanas. Somos modelo para otros, y no imitadores. Su nombre, debido a que el gobierno no pertenece ni está en la minoría sino en la mayoría, es democracia. Si ahora nos fijamos en las leyes, veremos que proporcionan justicia por igual a todos en sus diferencias privadas; en cuanto a la posición social, el progreso en la vida pública deriva de la reputación de una buena capacidad, sin que permitamos que ninguna consideración de clase interfiera en el mérito. Tampoco la pobreza constituye un obstáculo en el camino…” “Si bien en los asuntos privados—continua diciendo Pericles—somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que acatamos las leyes y de manera especial las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir…”
No, no se hagan ilusiones ni se confundan. No se trata de ningún discurso del megalómano, narcisista y socialcomunista presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; ni mucho menos de la democracia que nos dejó en herencia el nefasto, felón y bolivarianófilo Zapatero. ¡Si ambos hubieran tenido una mínima parte de la dignidad, del honor, de la legalidad, de la honestidad y de la justicia que tuvo Pericles, otro gallo nos habría cantado y España no estaría así! Se trataba del primer sistema genuinamente democrático de la Atenas de Pericles, considerada como la edad de oro de la Grecia clásica, cuna y origen de las actuales democracias. Hoy sabemos que –aunque no era un sistema perfecto, ellos fueron los primeros que se atrevieron a poner en marcha un sistema democrático de gobierno—único en el mundo– y cuyos ecos aún resuenan con fuerza en las ansias de libertad de cada uno de los seres humanos.
En España, el Artículo 14 de la Constitución sentencia y nos recuerda que: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social”. Este artículo –tan sencillo, universal y pragmático-, parece haber sido olvidado en y por los últimos gobiernos socialcomunistas de España: Han cambiado impunemente igualdad por desigualdad e integración por discriminación. ¿El objetivo? Ya lo saben, favorecer a los suyos para con sus votos mantenerse en el poder y, así, seguir pesebreando las pingües mamandurrias inherentes al mismo. ¿El motivo? El de siempre, sus principios. Ya lo saben, pues lo vengo repitiendo–una y otra vez por activa, por pasiva y hasta por perifrástica en casi todos mis artículos para que nadie lo olvide–. “Esos son sus principios y si no nos gustan, tienen otros”.
Dejando aparte–y para los juristas– los “distingos jurídicos” sobre la igualdad “ante” y “mediante” la ley, hay un viejo dicho que dice: «Todos son/somos iguales ante la ley». El autor y Premio Nobel de Literatura, Anatole France, refiriéndose a este arcaico aforismo, dijo en 1894: «En su majestuosa igualdad, la ley prohíbe por igual a los ricos y a los pobres dormir bajo puentes, mendigar en las calles y robar panes».
En nuestro sistema de Gobierno, en la “monarquía parlamentaria” del socialcomunista Pedro Sánchez, ¿es esto así? ¿se cumple este principio a rajatabla o es solo una quimera o frase bonita cargada de mucha tradición e historia? La igualdad “ante” la ley de todos los españoles –con la que se les llena la boca a todos los ministros del Ejecutivo y al resto de sus conmilitones que lo sustentan– brilla por su ausencia. El arcaico aforismo de Anatole France– aplicado a la igualdad que se administra en España—no lo va a conocer ni él mismo, o como diría el ex vicepresidente del Gobierno de Felipe González, D. Alfonso Guerra, “no lo va a conocer ni la madre que lo parió”.
Señor Anatole France, no se nos enfade y no se nos emburruche Ud., lo que aquí la ley prohíbe, taxativamente en su majestuosa igualdad, es exactamente eso: “prohibir a los pobres dormir bajo puentes, mendigar en la calle y robar panes”. A los ricos y políticos al uso no les hace falta que se lo prohíban porque duermen en casoplones, en palacetes o en chaletes en las mejores zonas residenciales de las ciudades, no mendigan por las calles, sino que las mordidas se las reparten en los despachos oficiales o en las monterías toledanas y, lo que es robar panes, no lo hacen, ya que se lo sirven camareros enguantados, en bandeja y en los mejores restaurantes estrellamichelinados y de moda. ¡En la España sanchista, esto es así y no hay más cera que la que arde!
Lo que últimamente nos vienen aplicando nuestros políticos–bajo la carátula de libertad, progresismo y democracia– es un “igualitarismo material-social”, o lo que es igual, la llamada “igualdad mediante la ley”. Este principio es excluyente e incompatible con el de “igualdad ante la ley”: mientras, uno propone “igualdad de derechos” para todos, el otro propone “igualdad de resultados”. En los gobiernos socialcomunistas—como es el caso del nuestro —desde la ley, se pretende ir más allá de castigar todo tipo de discriminación y, se empieza a discriminar a las “clases opresoras” en nombre de la equidad –pisoteando el Art. 7 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos(DUDH)– para brindar una serie de privilegios a estas “clases oprimidas”(¿?) combatiendo las desigualdades producidas por factores naturales, como el esfuerzo, la diferencia de capacidades y la libertad de elección.
¿No resulta altamente paradójico que Sánchez y su gobierno pretendan combatir las desigualdades sociales—la mayoría creadas ad hoc por ellos mismos—con una discriminación ampliamente arbitraria y tremendamente invasiva que podría incurrir en una franca y leguleya violación de los derechos y libertades individuales, como los de libre asociación, libre expresión e incluso de la propiedad? Es decir, ¿a quién se le ocurre combatir las desigualdades creando otras desigualdades, si cabe mayores, pero sustentadas y defendidas por la ley? La respuesta, ustedes mismos.
Muy por encima de la “verdadera igualdad”—para nuestro actual Gobierno– existe una especie de “derecho a tener y poseer cosas”. Este derecho se posiciona por encima del derecho a elegir, a trabajar y a esforzarse por conseguirlas. Llegado a este punto, conviene recordar –con el austriaco Friedrich August von Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974– que la desigualdad material es producto directo de la igualdad ante la ley, dadas las diferencias individuales entre los seres humanos, cuando decía:
<< Hay toda una gran diferencia en el mundo entre tratar a las personas por igual y tratar de hacerlas iguales. Mientras que la primera, es la condición de una sociedad libre, la segunda significa, como la describe Alexis de Tocqueville, “una forma de servidumbre”>>
La igualdad “mediante” la ley, es decir, hacer a todos iguales, es una ficción; puesto que las diferencias individuales—influyentes tanto en los aspectos sociales como en los económicos—eventualmente acabarían por incrementarse sin la intervención constante del aparato estatal. Estas diferencias son las responsables de que las políticas de redistribución de la riqueza terminen matando la productividad ante la falta de incentivos de sobresalir y de superación.
Penalizar todo tipo de discriminación, promover la igualdad ante la ley, reforzar las garantías constitucionales y luchar contra los problemas que atentan contra estas garantías—como la corrupción que puede generar impunidad— con educación, respeto y libertad, pero nunca con discriminación a través de la ley, es lo que debería hacer, pero que no hace, el Gobierno sanchista. No hay que recurrir a la memoria histórica para observar el ingente atropello al derecho de propiedad en la cantidad de expropiaciones que realizó el bolivariano régimen de Hugo Chávez durante su mandato, ya que—y como para muestra con un botón basta—tenemos el acuerdo al que, el pasado martes 5 de octubre, ha llegado el Gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos para la novísima–todavía calentita—y futura expropiatoria “Ley de vivienda 2021”.Esta ha sido catalogada por el líder del PP, Pablo Casado, de “intervencionismo suicida” y, con ella, solo demuestran que el Gobierno de España es “el más radical de la Unión Europea”.
Es un dato constatado en varios países de la UE que cuando un gobierno aplica estas medidas “la retirada de inversiones y el aumento de los precios de los alquileres”, éstos aparecen, de inmediato, más elevados como una rápida respuesta al atentado que supone contra la libertad de los ciudadanos, contra la libre competencia y contra la economía de mercado. Cada uno es muy libre de hacer lo que le dé la gana con lo que se ha ganado, a lo largo de muchos años, con el sudor de su frente y sus ahorros.
La injerencia e intervención del Gobierno en el mercado del alquiler es un claro mensaje de inseguridad jurídica ya que la ley no autoriza a ningún gobierno a “interferir en la libertad y en la propiedad privada” de sus ciudadanos. Esta draconiana medida vuelve a reforzar la irrefutable situación política del presidente Sánchez—que le guste más, le guste menos, o no le guste– sigue siendo rehén de sus socios radicales. Parece ser que no aprenden porque no quieren. En política no aprender de los errores ajenos es muy, pero que muy grave. Y si no que se lo pregunten al gato del refrán, sí, a ese que huía del agua fría.
Pedro Manuel Hernández López es médico jubilado y periodista