OPINIÓN

Israel de la Rosa: «Las cenas víricas»

Israel de la Rosa: "Las cenas víricas"

Una de las mayores demostraciones empíricas de que puede presumir esta sociedad jocosa y peninsular tiene que ver con la cabra y con el monte. El experimento, por reiterado y preciso, es abrumador y concluyente. La querencia ciega del sujeto es incuestionable. Resulta desalentador, por lo tanto, empeñarse en suponer que en estas fiestas el animal permanecerá quietecito en el redil. No preocupa en el ambiente el pelaje de la cabra, sino la terquedad pueril del borrego.

Si se promoviera una encuesta urgente y se consultara a la población sobre sus preocupaciones inmediatas, sobre su preferencia capital, la respuesta mayoritaria no sorprendería a nadie: disponer en el futuro de una pensión garantizada o la posibilidad mañana del copazo en el bar, elija usted. La duda ofende. Se jalearía el desenlace alegremente y se arrojaría confeti en las calles. Lo que va delante, va delante. «Que pasen —dice el encargado, haciendo números de cabeza—. Los asintomáticos en la planta baja, los de alta carga viral en el salón comedor Victoria». Hoy la copa, la cena enmariscada y gorda, los fuertes abrazos y el brindis, y mañana la cama y el tubo en la tráquea. Si la cosa se pone fea, que se pondrá, las culpas al maestro armero, a la conspiración negra, tan socorrida, que susurra tras la puerta.

El negacionismo es la pataleta del niño mimado al que nada le falta, el niño consentido e ignorante que lo tiene todo y que necesita encontrar un sentido a la vida. Y lo halla en la rebeldía, en la arruga constante de la frente, en la sistemática denuncia de aquello que, por capricho, hoy no le satisface. Tenerlo todo es insoportable, porque anula la ilusión y el objetivo estimulante de cubrir una carencia. Si se tiene todo, no hay propósito, no hay zanahoria que perseguir. La sociedad acomodada —el niño mimado inconsciente— estalla indignada ante las imposiciones, como si tuviera un resorte en el trasero. Lo de menos es el motivo de la imposición, la circunstancia, el argumento, el beneficio. Se enarbola el cetro de la ciencia, pero el niño consentido vislumbra la vara de avellano, el castigo, la represión. Hace cuatro días se moría uno de un constipado. La llegada de las vacunas fue bendita agua de mayo. Ríase usted del paseíllo en la luna, que a efectos prácticos de poco ha servido. La ciencia es un inmenso faro alumbrando el camino. El vergonzoso recular del italiano no ha sido, ni más ni menos, que el inevitable reconocimiento de la ignorancia, la aprobación tardía del «te lo dije».

Pero centrémonos en la cabra, en el monte y en su querencia atávica. Centrémonos, sobrecogidos, en el entrechocar jubiloso de copas, en el jamón acurrucado en el plato, en la grasienta mascarilla colgando inútilmente de la papada. La fiesta, ribeteada otra vez de tragedia, está servida. En la croqueta, risueño y agazapado, aguarda nuevamente el virus.

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