LA ALQUIMIA SIEMPRE ESTUVO RODEADA DE MISTERIO

El Camino de Santiago en León y el alquimista Nicolás Flamel

El Camino de Santiago en León y el alquimista Nicolás Flamel

El sol casi nos cegaba cuando abandonamos la Basílica de San Isidoro. Era uno de esos días claros, de cielo azul cristalino, sin nubes, y el aire libre de impurezas.

Tras un corto paseo mientras fumábamos unos cigarrillos, fuimos a visitar el “Centro de Interpretación del León judío y el Camino de Santiago”, situado en el barrio de Puente Castro, llamado en tiempos antiguos Castro de los judíos, por albergar la aljama hebrea, edificada a su vez sobre un remoto poblado astur.

Era curioso. Había estado en León varias veces, la última hacía unos meses en una boda, pero nunca había paseado por la ciudad con la conciencia de estar haciendo algo trascendente. El Camino confiere ese sentimiento profundo y hace que las huellas de los peregrinos de todas las épocas se fundan para siempre.

La iglesia de Santa Ana estuvo dedicada al Santo Sepulcro. Fue el primer templo construido para acoger a los que iban a Santiago. Al lado había un osario donde se colocaban los restos de los que morían antes de alcanzar su meta. Algunas plazas y calles leonesas están marcadas por sucesos históricos y leyendas. Hacia el siglo XI un pastor encontró una imagen de la Virgen entre unas zarzas, que empezó a ser conocida entre los parroquianos como la Aparición. En su lugar, en la plaza del Grano, existe hoy una cruz de hierro en recuerdo del acontecimiento. La Puerta Moneda es el lugar donde en la Edad Media los monederos acuñaban moneda de oro, plata y cobre, además de ejercer de cambistas con los santiaguistas procedentes de otras naciones, lo que contribuyó al desarrollo económico de la ciudad.

No faltan las leyendas de profesiones de fe, como la del centurión romano Marcelo, de la Legio VII, que le costó el martirio; o historias interesantes como la de Nicolás Flamel.

—Aquí encontró Nicolás Flamel la interpretación de su grimorio —comenté—. Bueno…, en el caso de que lo que se cuenta de él sea cierto.

—No sé de quién me hablas —dijo Virginia—. ¿Quién es ese Flamel?

—Es un alquimista francés. No se sabe si existió o si es un mito como tantas historias relacionadas con el Camino. Para mí, esta nebulosa entre la realidad y la ficción lo hace todo aún más atractivo.

Cuentan que en el siglo XIV Nicolás Flamel trabajaba como escribano y librero en París, donde vivía con su esposa Parnelle. Un día llegó a sus manos una obra titulada Libro de Abraham el judío, un grimorio de unas veinte páginas y siete ilustraciones que contenían conocimientos extraordinarios. Pero estaba escrito en claves esotéricas que solo podían traducir los iniciados. Algunas de las figuras eran serpientes, un símbolo muy importante entre los ocultistas. Con el fin de conocer la interpretación del libro, Flamel peregrinó a Compostela y pidió a Dios y al Apóstol que le concediesen la gracia de encontrar algún sacerdote judío experto en la materia. Pero al no topar en Compostela a nadie capaz de descifrar el enigma, emprendió el viaje de regreso. Volvía triste y compungido por haber fracasado en su empresa, pero al pasar por León conoció a un médico alquimista experto en Qábalah, llamado maese Canches, que le ayudó a descodificar el grimorio. Se cuenta que consiguió transmutar grandes cantidades de mercurio en oro y que llegó a ser inmensamente rico. Dicen que con el dinero ganado levantó hospitales e iglesias y que siguió llevando el mismo tipo de vida.

La aventura de su viaje a Santiago la plasmó en su obra Libro de las figuras hieroglíficas, en el que reproduce las ilustraciones del texto original.

Cuando en el siglo XVIII se abrió su tumba, se encontraron con la sorpresa de que estaba vacía. Esto contribuyó a acrecentar aún más el mito. Algunos creen que no existió; otros que no murió porque había logrado encontrar la piedra filosofal.

Según algunas fuentes, en el Museo de Cluny de la capital francesa está expuesta su lápida, tras haber sido rescatada de una carnicería donde la empleaban como encimera para cortar la carne. No sabemos si esto es cierto o se trata de un nuevo dato para adornar la leyenda. La alquimia siempre estuvo rodeada de misterio. Algunas corrientes sostienen que la transmutación del plomo en oro, aparte de su realidad física, es una metáfora que alude a la transformación interior hacia la perfección.

El día estaba resultando fructífero, pero urgía hacer un alto para recuperar fuerzas y seguir impregnándonos de toda la belleza que se abría ante nosotros como un escaparate gigante.

En nuestro recorrido monumental conocimos a un grupo de peregrinos que continuaban su Camino a Santiago pasando por Oviedo. En la Edad Media se decía: “el que va a Santiago y no va al Salvador visita al criado y deja al Señor”. Entre ellos iba un miembro de la Asociación de Amigos del Camino Astur-leonés que despertó en nosotros un gran interés por esa ruta alternativa, conocida como Camino Primitivo del Norte.

—El primer Camino no fue el francés —dijo orgulloso—, sino el de Oviedo a Santiago por el interior. Cuando se descubrió el cuerpo del Apóstol reinaba en Asturias Alfonso II el Casto. Él fue el primer peregrino y el que fundó la ciudad de Compostela. A lo largo del siglo IX fue la ruta más transitada. Después empezaron a venir los franceses, pero eso fue más tarde.

—Sí, lo sé —le dije—. Fue una pena no haber planeado desviarnos a Oviedo… y volver, para seguir por Ponferrada. Además, creo que han vuelto a abrir al público la Cámara Santa.

Oviedo merecía más que una visita. Allí se había gestado el embrión del Camino. Su catedral gótica dedicada a San Salvador conserva aún restos prerrománicos, como la iglesia de San Tirso y la cripta de Santa Leocadia, el vestigio más antiguo.

San Francisco de Asís pasó por Oviedo en su peregrinación a Compostela. Iba acompañado de Pedro Compadre e hicieron noche en el albergue. Allí concibió la idea de construir un monasterio en el lugar que hoy es el Campo de San Francisco. Cuenta la leyenda que unos petirrojos le limpiaron las heridas de los pies con sus picos. El Santo, en agradecimiento, hizo que a partir de ese momento los simpáticos pajarillos tuvieran el distintivo anaranjado en su pecho. En Asturias, estas avecillas se conocen como raitanes. En el rural les llaman papiechinas y son muy queridas porque siempre acompañan a los campesinos en sus labores agrícolas y hacen sus nidos en las bardas cercanas a las casas.

A Juan, como buen asturiano, le hubiera gustado ser nuestro anfitrión. Aparte de los buenos restaurantes, conocía también algunos monumentos señeros. Santa María del Naranco, San Miguel de Lillo y San Julián de los Prados son tres joyas de visita obligada, representantes de la arquitectura prerrománica astur, que lleva en sus formas la proporción áurea. Fuera del ámbito religioso es una maravilla la fuente de Foncalada, en plena ciudad, inspirada en los ninfarios pompeyanos, reconstruida por Alfonso II.

Los peregrinos que iban a Oviedo habían despertado en el grupo tanta curiosidad sobre el Camino Primitivo, que Virginia y Teresa quisieron ir a una librería en busca de bibliografía. Habían quedado muy interesadas en la historia de los primeros monarcas asturianos, especialmente la de Alfonso II el Casto.

—Yo creo que Oviedo no está debidamente reconocido como inicio del Camino de Santiago —dijo Virginia—. No me refiero a los especialistas, sino al público en general. Yo no tenía ni idea.

—Siempre les digo a mis alumnos que la historia es mucho más interesante que la ficción —sentenció Teresa—. Sabemos poca historia. Desconocemos nuestras raíces.

—Yo creo que deberíamos vivir varias vidas… —volvió a decir Virginia— para tener tiempo de empaparnos de todo lo que nos gusta. El Camino me está despertando un interés enorme por saber cosas.

—Tú siempre has tenido muchas inquietudes —aseguré—. Te gusta investigar y formarte en los temas que desconoces.

—Sí, Clara —matizó—, pero ahora es diferente… Ahora más que curiosidad es una necesidad. Y ese sentimiento me surgió estos días haciendo el Camino.

Entendía muy bien esa sensación, ese reconocimiento de humildad cuando se tiene la certeza de cuánto se ignora, sabiendo además que no hay tiempo para aprenderlo todo. Le había oído decir a un maestro hindú que más valía comprender un poco que saber mucho. Posiblemente estuviera en lo cierto. Quizá nos sobren cifras y datos, y nos falte, aunque sea solo un guiño, comprender la grandeza del amor que une las partículas de todo lo creado.

(Extracto de mi novela El Códice de Clara Rosenberg, La Regla de Oro Ediciones, Madrid, 2016).

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Autor

Magdalena del Amo

Periodista, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.

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